Nos repitieron un nombre al nacer, nos vistieron con ropa y colores que la moda indicó, nos escogieron un sistema educativo, una religión, unos amigos. Aprendimos lo que los profesores nos enseñaron, que a la vez fue lo que el régimen les enseñó y ordenó enseñar.
Nos desarrollaron una inteligencia, un estatus social, una moral, unos principios, una fe, unas costumbres. Nos asignaron una familia con abuelos y tíos, que también nos dijeron como teníamos que vivir y como llevar con dignidad unos apellidos tradicionales, los de ellos, como el bisabuelo y el tatarabuelo.
Nos dijeron como hablar, comer, caminar, respirar, rezar, dormir y hasta como elegir nuestros amores; si convenía o no el apellido y estatus de él o ella. Nos sugirieron en tono imperativo una profesión para estudiar, como la de papá o mamá; o tal vez la del padrino, o mejor, la que más plata diera.
Nos pasaron de una burbuja genérica a otra más impersonal. Y aprendimos a vivir con el formato de lo legal establecido, creado por unos pocos para una mayoría: el matrimonio, la fidelidad, la entrega, el sacrificio, la obediencia ciudadana. Nos inculcaron un amor por el trabajo, el dinero, la banca con su montaña de señuelos para endeudarnos, los activos. Nos infundieron un estrato social, un estatus, un sector residencial, un prestigio, unas apariencias. Nos enseñaron civismo nacionalista para cumplir con dignidad los deberes tributarios y patrióticos. Nos recalcaron un éxito y progreso basado en el “tener” por encima del “ser”. Y aprendimos a copiar y repetir por costumbre porque es más fácil que pensar.
Nos enseñaron a vivir como lo tradicional, lo común, sin atrevernos a romper las reglas, a ser distintos y únicos. Aprendimos a rechazar y censurar cuando alguien salió de la burbuja y dejó de repetir y se atrevió a buscar su propia identidad, a proponer cambios. Nos enseñaron a aceptar las cosas como son, así, sin ninguna razón, porque siempre han sido así.
Si ojalá tuviéramos el valor de salir de la burbuja genérica por un instante, quizá, veríamos lo bello de todas las cosas que quedaron excluidas.
Y por un instante, mi pensamiento ha escapado de la burbuja, y la observo desde afuera en la dimensión del ahora y ayer. Recorro el laberinto de mi pasado, de mis recuerdos: me veo adentro como muchos, preso, asfixiado de las rutinas impuestas, de las reglas por cumplir, de los deberes, del orden establecido, del trabajo de todos los días como en una cárcel con nombre ostentoso: una y mil veces volviendo sobre mi rastro para llegar puntualmente a la misma hora, trabajar y salir y recorrer las mismas calles y llegar a casa y dormir, o no dormir, y volver al día siguiente con la misma costumbre por muchos años, como seres autómatas. Veo y siento el hastío, los falsos líderes y amigos, las ilusiones, la culpa, el orgullo, la traición, la envidia, el daño de las apariencias. Veo a la muerte quitándole lentamente días a la vida sin que nos demos cuenta, como el otoño desprendiéndole las hojas a los árboles.
Y me aflige ver dentro de la burbuja a quienes amo, sin poder ni querer salirse, porque esa es la burbuja que conocen, la burbuja en la que los metieron y ayudé a meterlos sin quererlo; y están cómodos, y quizá no conocerán las cosas bellas que están por fuera: como el desparpajo, el tiempo sin reloj, el espacio y movimiento sin límites, el caminar sin afanes, la paz del silencio, el contemplar atardeceres, el vivir sin la tendencia de la moda, el tener solo buenos momentos, el ser menos perfecto, el correr más riesgos; el vivir sin apariencias, sin endeudarse en cosas banales, sin la adicción por comprar y cambiar, volver a comprar y cambiar; sin angustias por prender la televisión, por ver las noticias, las telenovelas, los personajes de la farándula; sin hacerles el juego a los medios que nos idiotizan, nos manipulan y nos dicen que comprar, que comer, que lucir; sin la política sucia que nos aliena y nos pone a debatir entre nosotros por ellos, los corruptos. Sin los zares del comercio que nos inducen a comprar y celebrar todos y cada uno de los días del año: el día del maestro, de la mujer, del niño, de la amistad, del hombre, del peluquero, de los inocentes, del turismo, de halloween, del campesino, y de infinitas fechas por celebrar y comprar.
La burbuja nos atrapa, nos embrutece y nos divierte en un estado de agradable e inexplicable confort y resignación. Nos mantiene como seres robotizados sin permitirnos pensar y descubrir quiénes somos genuinamente, de que somos capaces y para que estamos en éste mundo. Y probablemente moriremos y seremos enterrados con las normas de quienes se inventaron la burbuja, sin saber realmente quienes fuimos, con el mismo nombre con que vinimos. Y nos meterán en otra burbuja, la eterna, la de la dimensión desconocida, la que a la luz del pragmatismo contemporáneo parece inútil de explicar; de la que no sabemos absolutamente nada, pero que también lo sabemos todo; de donde nadie a regresado aún para contarnos, inclusive, ni el hijo de Dios, porque para conocerla solo hay que vivirla, o mejor, solo hay que morirse.