Todavía se cree que el primer filme del neorrealismo italiano es Roma, città aperta, de Roberto Rossellini, realizada hace algo más de setenta años. Cansados del triunfalismo del fascismo promovido por Cinecittà, Rosellini, De Sicca y Visconti decidieron hacer películas donde la cruda realidad que vivía la Italia de posguerra, con sus derrotas y la miseria social, mostrara a los europeos que los italianos eran seres de carne y hueso que sufrían y amaban como el resto del mundo. Los sentimientos de los personajes fueron los ciertos protagonistas de esos filmes. Una Italia triste y hambrienta, en blanco y negro como los días que uno tras otro son la vida. Y los gestos, las miradas y los silencios contaron más que los diálogos o la música incidental que había impuesto Hollywood y Cinecittà para hacerles felices. La vida como documento de la realidad que más duele, que es siempre muda. Inexpresable e inexplicable. Un grito tácito contra la crueldad, el desempleo, el dolor de las mujeres, los niños, los ancianos y los animales. Filmes sin utilería, con las mismas calles, casas y parques donde se mal vivía entonces.
Umberto D., de Vittorio de Sicca, narra la historia de un jubilado que subsiste, al lado de un perrito, en una casa de huéspedes. Un día descubre que la casera ha decidido echarle por falta de pago y decide quitarse la vida, no sin antes buscar un lugar de acogida para su animalito, que, huyendo del intento de su amo de arrojarse a un tren, salva la vida de ambos. La invisible metáfora del poema de Sicca, emerge al cantar como un animal, que nada sabe de la existencia y el sufrimiento, libra al anciano de un presente de sufrimientos. El tempo del retrato es tan real, que la desolación de vivir en infortunio es borrada por el solo gesto del perrito que sale huyendo del casi instante de una muerte segura. El poema vive entonces en las pequeñas cosas que nos suceden a diario. Lo inmenso es la rama del árbol, no el bosque mismo.
Roma, en blanco y negro, español y mixteco, es un film de Alfonso Cuarón, durante una violenta época de la capital de un México insondable, aislado y paternalista, gobernado por líderes del PRI en los primeros años setenta, que ocurre, en ambientes privados y públicos, entre los barrios Roma y Ciudad Nezahualcóyotl.
La Colonia Roma, un distrito de clase alta, de suntuosas mansiones y palacetes hoy destruidos, fue obra del dueño de un famoso circo que prefirió dedicarse al negocio inmobiliario y puso nombre a sus calles con los de los pueblos donde su espectáculo más había sido aplaudido. Fue diseñado con preciosos bulevares y amplios canales en dobles hileras de árboles con solares ocupados por casonas con mansardas, lucernarios, chimeneas y terrazas de último piso, donde se realizaban las labores domésticas de lavado, secado y cuarto de los recuerdos. Un barrio que habitaron celebridades como el general Álvaro Obregón, Fidel Castro, Ramon Lopez Velarde, Tina Modotti, Antonieta Rivas Mercado, Jack Kerouac, William Burroughs, José Vasconcelos, Carlos Fuentes, Leonora Carrington y el mismo Alfonso Cuadrón.
Ciudad Nezahualcóyotl fue levantada sobre los restos del lago Texcoco por legiones de desplazados del “milagro mexicano” de los años sesenta y setenta, cuando la economía creció a un seis por ciento anual con el surgimiento de enormes fábricas, que atrajeron miles de trabajadores de todas partes y apenas encontraban donde vivir, entre los terrenos de aquel gran almarjal medio drenado y que para los años cuando acontece la película de Cuarón tenía unos seiscientos mil habitantes y hoy más del millón.
La novela que recrea Roma transcurre al ritmo cotidiano de varias mujeres abandonadas por sus compañeros sentimentales, prisioneras del hado que depara un tiempo, como todos los tiempos, partero de la historia y aparentemente decidido sólo por hombres. Unas al servicio de las otras y estas al servicio de sus hijos, todas al cuidado de sí mismas, signadas por el pasado familiar, la pobreza, o a un canto de la estrechez. Pobres de solemnidad, o al filo de la navaja que brinda pertenecer a clases sociales que se desmoronan y apenas tienen, en los opulentos sobrevivientes, una familia respetable. Da lo mismo ser la mujer de un médico o la amante de un lumpen proletario que terminará como asesino a sueldo del estado represor.
La vida es el agua donde corre la mierda, agua que retrata un inalcanzable avión del cielo que repiten las imágenes mientras Cleo lava los excrementos del único habitante de la cochera de la casa, Borras el perro, con quien ella charla, ella, la silente, cuyos gestos transmiten al público la solidaridad de un mundo de solitarios, perdidos en el espacio. La vida en silencio al interior del mundo privado mientras todo afuera suena y violenta. La banda de guerra escolar que pasa por la casa, la campana del camión de la basura, el agudo silbato del vendedor de globos, el del cochecito de los boniatos, la flauta de caña del afilador de cuchillos, la lluvia del verano, el gentío que abandona los cines, el miedo de la anciana y la niña que observan como cae sobre la incubadora de los recién nacidos los escombros del temblor de tierra, la fuente de la parturienta que se rompe y sangra, la angustia de no poder acercarla pronto al hospital, todo es afuera como esa violenta disolución de la manifestación de estudiantes que terminó en el asesinato de más de un centenar de ellos por los halcones del gobierno.
Luis Echeverría fue acusado de fraguar, junto a Gustavo Díaz Ordaz, numerosas desapariciones y los genocidios de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, el dos de octubre de mil novecientos sesenta y ocho, y el Jueves de Corpus, el diez de junio de mil novecientos setenta y uno, que Cuarón reconstruye en Roma.
Para enjuagar su culpabilidad, como si hubiese previsto el presente colombiano, tan pronto Echeverría inició su gobierno, aumentó el presupuesto de la Unam en dos por ciento anual, extendió la burocracia con elementos provenientes de las universidades en un 60%, empleando más de dos millones de licenciados, integró su gabinete en un 70% con egresados de la Unam y nombró a un líder estudiantil de apellido Alejo, director del Fondo de Cultura Económica. Pero fue implacable con la prensa que se le oponía, logrando el cese de Julio Scherer, director de El Excélsior en 1976. Y fueron numerosas las torturas, los secuestros, los asaltos bancarios y prohibió que todo tipo de música rockera se grabara en el país, y los conciertos e incluso la emisión, de ese tipo de ritmos por la radio.
Gran parte del filme tiene lugar al interior de una casa del 21 de la calle Tepeji, reclusa en un pasillo con bicicletas, plantas, aves en jaulas y el pródigo perro que excepto Cleo, nadie atiende y siempre está a la espera del regreso de los habitantes de la casa. Cleo, la de adentro y Adela, la cocinera, viven en una tan estrecha habitación como la cocina misma, al final de la escalera. Vienen de Oaxaca y en mixteco platican de sus patronas y sus encuentros amorosos.
De repente el mundo se viene abajo: el padre dice irse de viaje, pero abandona el hogar, Cleo queda embarazada de Fermín, que para seducirle ha montado una escena en un hotel de paso, desnudo como vino al mundo, de artes marciales con un “sable de kendo”, usando la tubería de la cortina del baño. Cleo teme que Sofía, la madre de los cuatro niños, la corra del trabajo, pero en cambio la protege y vigila, haciéndola ver por uno de los antiguos amigos del exmarido en el Centro Médico de los relieves de José y Tomás Chávez. Teresa, la abuela, va con ella a una mueblería de la calle Quetzalcóatl, donde, desde la ventana ven como una manifestación de estudiantes termina en cruentos enfrentamientos y el asesinato de varios de ellos, cometidos por paramilitares del gobierno, encarnados en Fermín.
Roma carece de tesis descriptiva y es una elegía, la fábrica de una queja porque estamos solos como dice Sofía a Cleo, porque no somos con los otros a pesar del dolor y las humillaciones. Un ayer lacerante como el momento que Cleo, en la hacienda de los parientes que hacen disparos contra el mundo, antes de rememorar el olor y el viento de su tierra, observa en silencio, mientras un perro lame su mano, varias decenas de cabezas de los otros perros que han allí murieron y ahora, disecados, son el trofeo y la presencia del ayer irrecuperable.
Cuarón ha filmado otra tierra baldía.