Son varias las reflexiones que vienen a la mente al ver y escuchar a Rodrigo Londoño Echeverry, en la primera entrevista que concedió tras el atentado frustrado en su contra.
En primer lugar destaco su tono. Tranquilo, mesurado, prudente, sensato. No hablaba un hombre resentido o lleno de prevenciones, como podría esperarse dadas las circunstancias. Al fin y al cabo había percibido en la realidad, que había exguerrilleros de las Farc interesados en matarlo. Y no solo eso, sino que se exponían a la muerte por conseguirlo. Fácilmente otro se habría disparado en acusaciones y reproches. Londoño no, su reflexión, si bien sentida, sonó muy serena.
Luego habría que considerar su posición. Vivimos en un país que atraviesa por una situación supremamente compleja. Nos gobierna un presidente que no ha conseguido desprenderse del aura de ultraderecha que le endosó su partido Centro Democrático. Desde luego que pertenecer a esa corriente de pensamiento no es delito ni motivo de vergüenza, pero nadie olvida los crímenes contra la humanidad que se asocian a los gobiernos fuertes de derecha en todo el mundo.
Como para agravar el vistazo, según revelaciones recientes de prensa, un importante miembro del Centro Democrático que la revista Semana no ha querido identificar, se encargaba de recibir la información suministrada por las interceptaciones ilegales imputables a la Inteligencia Militar, detalle este que al parecer le costó la salida al General Nicacio Martínez.
Del Ejército se dicen muchas cosas. En particular relacionadas con violaciones de derechos humanos en el pasado, un fantasma del que no logra desprenderse todavía, pese a los Acuerdos de Paz. Incisivas voces de la Iglesia, reconocidos dirigentes sociales y la población del Pacífico, sobre todo en Nariño y Chocó, dan cuenta de convivencia y hasta complicidad con bandas criminales.
El síndrome del paramilitarismo se manifiesta también en otras regiones del país. Norte de Santander y en general la frontera con Venezuela, Antioquia, Caquetá, Cauca, Putumayo. Se dice que el Urabá se encuentra en las manos del clan del Golfo. En esos departamentos y regiones suceden el mayor número de crímenes contra líderes sociales y firmantes del Acuerdo de Paz con las FARC. Y en todos existe una presencia militar reforzada, algo que resulta paradójico.
Amplios sectores de ciudades importantes como Bogotá, Medellín y otras padecen la presencia de organizaciones criminales y mafiosas, que imponen sus propios códigos y cobran vacunas por las distintas actividades económicas. A todo ello hay que agregar, por supuesto, la presencia de guerrillas supérstites que imponen regímenes de miedo en las regiones rurales donde operan. Las comunidades denuncian crímenes, extorsiones, amenazas continuas.
En un país como el nuestro, en el que desde el partido de gobierno lanzan permanentes dentelladas contra el Acuerdo de Paz, y en el que se denuncian a diario incumplimientos y perfidias por parte de ese mismo gobierno, no resulta descabellado que la gente tienda a pensar que existe un interés, un hilo conductor entre las políticas oficiales y los asesinatos de líderes sociales y firmantes del Acuerdo de Paz, que luchan por su reincorporación social, económica y política.
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El panorama es turbio. Cualquiera puede resultar asesinado un día o noche, y múltiples presuntos culpables saldrán de inmediato a flote
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Amigos, conocidos, personas que en determinado momento conversan con nosotros en confianza, suelen recomendarnos tener mucho cuidado. El panorama es turbio. Cualquiera puede resultar asesinado un día o noche, y múltiples presuntos culpables saldrán de inmediato a flote. Unos dirán los paramilitares, otros las disidencias, y desde luego otros dirán que hay que llamar las cosas por su nombre y que esas muertes son crímenes de Estado.
Por eso hay que reconocer la hidalguía del presidente del partido Farc, cuando agradece a la Policía y el Ejército su gestión para impedir su asesinato, poniendo de presente que a los gobiernos, cualesquiera que sean, hay que reconocerles lo bueno que hacen. Pero si era el comandante de la guerrilla más antigua y poderosa que existió en Colombia, se supone que debía salir a echar chispas contra el régimen.
No se trata de eso. Se trata de ser lo más objetivo posible, algo que ha faltado en este país por cuenta de los distintos fanatismos. Timo, o Rodrigo, se duele porque los frustrados homicidas hayan sido excompañeros de lucha, muchachos adoctrinados en la idea de que hay que matar los traidores. Y traidores son los que firmaron el Acuerdo y persisten en cumplir y exigir su cumplimiento, con el apoyo de la lucha popular y la comunidad internacional.
Los adoctrinan quienes persisten en el alzamiento, pese a sus comunicados donde reconocen que es la lucha de masas y la movilización en las calles la que puede cambiar este país. Su inconsecuencia es evidente. Rodrigo Londoño lo pone de presente, sin rencores, sin dedos acusadores. Incluso previendo que habrá quienes no quieran creerlo. La verdad duele.
Como la canción de Julieta Venegas, qué lástima, pero adiós, me despido de ti y me voy.