Entre 1986- 1988 dirigió Víctor Gaviria “Rodrigo D. No futuro”, una película escabrosa y desesperanzadora sobre las comunas populares de una Medellín azotada por la plaga de la cultura de las mafias del narcotráfico.
La película fue presentada en 1990 en el Festival de Cannes, en medio de un auditorio perplejo.
Tuve ocasión de programarla un año después en una semana del cine colombiano, en la Brotfabrik de Bonn-Beuel, donde tampoco los espectadores lograban seguir el argumento de un joven de veinte años que, contra todas las adversidades a cuestas, se empecinaba por cumplir su deseo de convertirse en artista punk.
La última escena muestra a Rodrigo D. (protagonizado por Ramiro Meneses) lanzarse al vacío desde la torre de Coltejer, símbolo de la pujanza y orgullo del empuje industrial antioqueño.
El país joven colombiano (hay hoy más de doce millones) sueña, al igual que Rodrigo D., en cumplir sus deseos más íntimos.
Pero igual que Rodrigo D. choca con una realidad absurda y sórdida que, como una muralla inmensa, obstruye sus caminos de utopía.
Colombia es un país paradisiaco, dicen nuestros compatriotas y asocian a ese paraíso las bondades de su riqueza natural (que está en peligro de ser arrasada por la explotación de materiales fósiles, la minería legal e ilegal, los cultivos de coca y amapola y la tala de árboles) y su diversidad cultural (que apenas se conoce sin estudiar su historia política, social y cultural que fue cercenada del pensum escolar).
Colombia es así un país con una riqueza natural en eminente peligro de desertización y con una patente carencia de conciencia histórica.
Carece así de historia conscientemente adquirida por la lectura y la discusión pública de sus significados y de memoria/as colectiva/as activa/as construidas en múltiples foros (de la mesa familiar a las asambleas estudiantiles universitarias).
De este modo, el joven colombiano, en general el joven de barriadas populares y en búsqueda de su identidad como agente social activo (que colme sus sueños electivos) hace del rebusque de sí mismo una odisea personal desesperada, en medio de un entorno familiar hostil, una vida barrial anómica y unos referentes culturales divergentes, en que no logra diferenciar los contenidos tradiciones de la cultura (los indígenas, afros e hispánicos) de las apuestas de la cultura de masas, en la era de los influencers.
Esto genera anomia, opresión, confusión y violencia, de muchos orígenes y consecuencias inéditas.
Casi la mitad de los colombianos, tan orgullosos de ser hijos de esta nación libertada por las tropas al mando de Bolívar, en la Batalla de Boyacá del 7 de agosto de 1819, no acertaron a responder correctamente, en una encuesta que se hizo en ocasión del bicentenario del Grito de Independencia (en julio del 2010), de qué imperio nos habíamos liberado en esa ocasión.
Es de temer, en el entretanto, que ese desconocimiento se haya agravado.
Esto hizo posible que poco después, en un concurso de History Channel, se haya elegido por voto de los televidentes, a Álvaro Uribe Vélez como el personaje más importante de la historia de nuestro país, por encima de Bolívar (que murió como ciudadano colombiano) o de García Márquez.
Los jóvenes colombianos no saben (hasta es posible que no deseen ni quieran saber) quién fue Laureano Gómez y su papel determinante en los orígenes de nuestra violencia política, social y cultural contemporánea.
Laureano Gómez fue presidente de Colombia en 1950, tras el asesinato el 9 de abril de 1948 de Gaitán, líder liberal de izquierda.
No saben que solo en su primer año de mandato (y casi único al frente del poder), Laureano Gómez fue responsable de dejar tendidos (“muñecos”, “les dio piso”) ese año a cincuenta mil compatriotas que se despedazaban, unos a otros, por ser liberales o ser conservadores.
Récord de asesinatos políticos en 365 días, nunca antes superado. La misión salvadora de Laureano Gómez fue exactamente la misma que la de Uribe Vélez, a saber, dejar la patria colombiana limpia del mal comunista.
Por eso la tarea de dejar sin historia a sus jóvenes, que significa dejar sin futuro lo mejor de la nación colombiana, ha sido cumplida a cabalidad por los ministerios de educación y cultura en este siglo XXI.
Cercenar de tajo la historia y la memoria del país, es garantizar el dominio desvergonzado de los dirigentes políticos de siempre, de la clase dominante (“oligárquica”, como acusaba Gaitán), que se perpetúa en cada generación con todas las mañas, las corruptelas, las clientelas, en un eterno retorno de lo mismo.
Una nación no es una tabula rasa. No debe serlo, y su principio esperanza nace de esa acción valerosa de la juventud de tumbar las estatuas de nuestras plazas públicas, que presenciamos en el último Paro nacional.
Al tumbar la estatua del fundador de Bogotá, Jiménez Quesada, en la plazoleta de la Universidad del Rosario, se derribó también a la dictadura sátrapa de Laureano Gómez que la había recibido como regalo del dictador español Francisco Franco.
Al derribar la estatua de Jiménez de Quesada, se hizo un acto creativo de reconstrucción utópica, de derribar (no propiamente el pasado hispánico) sino sobre todo a los que se empeñan a dirigirnos con los patrones culturales y políticos de los chapetones.
Se derribó a su vez con Laureano Gómez y al mismo fantasma de Uribe Vélez, heredero insigne del “Monstruo” (así se le llamaba a Laureano Gómez) que nos persigue y aterroriza en las noches de insomnio, sin amanecer, desde ese trágico 9 de abril.
Este 19 de junio es nuestra ocasión de cortar esa soga del ahorcado que nos apremia y aprieta, que nos amenaza a seguir apretándose con el ingeniero ocasionalista, que emerge de manera sorpresiva como una estrella negra en el firmamento colombiano.
Rodolfo Hernández, con signos manifiestos de perturbaciones psico-patológicos según especialistas. “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía…”, reza un vallenato muy conocido.
Es la ocasión de que nos apropiemos de esos caminos tortuosos, por los que transitaba hasta su auto exterminio Rodrigo D.
Apropiándonos de ellos, voluntariamente y con nuestro voto por Petro-Francia: como caminos de utopía. Colombia con futuro.