Asistí esta semana a un debate entre Roberto Mangabeira Unger y Jeffrey Sachs. Es la primera de tres sesiones de una serie titulada “El giro: del populismo reaccionario a una alternativa progresista”: En una época en la que ya es muy difícil encontrar interés en otro evento en Zoom, me inscribí en esta serie porque siempre disfruto de escuchar a Mangabeira Unger, uno de los mejores profesores que he tenido y, a mi juicio, uno de los pensadores latinoamericanos más importantes del momento. Si solo quedara algo de esta columna que sea la invitación al lector para que descubra el trabajo de Unger. Creo que no le prestamos suficiente atención en la América Latina que habla español porque la mayoría de su obra está en portugués y en inglés, sin embargo, hay intervenciones excelentes en “portuñol” que presentan la esencia de sus ideas. Por ejemplo, esta charla: “América del Sur, ¿Cómo nos levantaremos?”
Es un tipo inusual Unger, como todos los genios. Criado en una familia alemana-brasileña que residía en Estados Unidos, Unger sintetiza características de cada una de esas influencias. Una ética del trabajo clásica de la mirada protestante del mundo europeo con centro en Alemania, el pragmatismo propio de la cultura estadounidense y el idealismo que caracteriza a Brasil. Pocas veces lo he visto sonreír, pero, sin embargo, tiene un carisma especial: el de la persona que cree profundamente en las ideas y en la capacidad de las personas de transformar su propia vida. Parece poco, no lo es. Vivimos en tiempos, o a lo mejor todos lo han sido, en los que asociamos carisma con la imagen y en los que suele prevalecer el cinismo, la crítica a las estructuras del poder desde la comodidad de la inacción, tiempos en los que decir que hacer propuestas para cambiar el mundo se suele despreciar porque el destino parece ya escrito por fuerzas que no controlamos. La excusa perfecta.
Después de andar entre Estados Unidos y Brasil en los primeros años de su vida, Unger se graduó como abogado de la Universidad de Harvard y, a los 29 años, se convirtió en profesor titular de esa universidad, uno de los más jóvenes en la historia. Su producción académica atraviesa distintos campos: desde la filosofía del derecho, el papel de las matemáticas en el desarrollo tecnológico hasta asuntos de física teórica. Más importante para esta columna, Unger ha dedicado buena parte de su vida a la reflexión y a la acción política. Contrario a la tendencia tan común de los burotecnócratas colombianos, que con sus títulos académicos muy trabajados saltan de gobierno en gobierno con la única convicción de conseguir un contrato, Unger usó su formación académica para defender unos principios políticos, perdiendo casi siempre en la política electoral. Participó de diversas maneras en campañas de la izquierda hasta que, en plena mitad de su vida en la que habría podido acomodarse en el prestigio académico, concluyó que estaba cometiendo "el error clásico de los filósofos en política, que es tratar de encontrar a alguien más para hacer el trabajo". Perdió los intentos de presentar candidaturas y fue ministro de Lula para asuntos estratégicos, con resultados mixtos. Perdió, sin embargo, presentando ideas y trabajando por defenderlas.
Hasta acá una presentación resumida sobre quién es Unger. Espero que sea claro porqué afirmé que es un tipo inusual. Paso ahora a presentar las ideas que desarrolló en su discusión con Jeffrey Sachs en marzo de 2021 y, en general, en los últimos años. La premisa básica es que estamos viviendo bajo la condena de no tener alternativas políticas. Ante el vacío dejado por el centro-izquierda, usualmente conocido como el progresismo o la social democracia, ha habido un crecimiento de un populismo reaccionario, principalmente de derecha. En particular, en Estados Unidos, después del New Deal de Roosevelt, los demócratas se quedaron atados a una sola idea nueva, la del desarrollo neoliberal. Ese modelo se agotó, no cumplió su promesa esencial, la de un desarrollo económico, sostenido e incluyente, que “gotearía” desde arriba hacia abajo, si tan solo el mercado y las fuerzas de la globalización se dejaban a su libre albedrío, si el Estado se reducía su mínima expresión. En un artículo fascinante esta semana, Benjamin Wallace-Wells de la revista The New Yorker, desarrolla la hipótesis de cómo el estímulo aprobado por el gobierno Biden de 1.9 millones de millones de dólares (una cifra muy difícil de dimensionar) marca el final de la era neoliberal, empezando por el paso a la irrelevancia de quiénes fueron sus diseñadores, como Larry Summers.
Esta idea – la de la ausencia de ideas en la social democracia- se encuentra, en otras palabras, en el trabajo de Tony Judt. En su excelente libro, Algo Va Mal, Judt traza cómo los “treinta años de oro” después de la Segunda Guerra Mundial resultaron de un consenso, implícito, en Estados Unidos y Europa: el Estado debía participar de manera activa en el desarrollo económico y en crear una red de protección social. Eso resultó en los estados de bienestar y unas décadas con un desarrollo económico, social y humano sin precedentes. La ruptura del consenso en los setentas, tanto en Estados Unidos como en Europa, fue tierra fértil para el auge del neoliberalismo, liderado por Reagan y Thatcher, y después para los populismos reaccionarios. Según Judt y Unger, la tragedia resulta que la izquierda moderada se quedó sin respuestas. Unger sugiere no caer en la tentación obvia, apuntar que “¡deberíamos ser como los escandinavos!”. En primer lugar, porque esa afirmación no incorpora que los modelos escandinavos no cayeron del cielo, sino que resultaron de décadas de luchas políticas, con un papel muy destacado de los sindicatos. En segundo lugar, sugiere que inclusive un modelo de redistribución fiscal progresiva no alcanza a solventar el problema estructural que tienen hoy en día países como Estados Unidos y Brasil.
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Los progresistas nos hemos quedado sin propuestas para enfrentar a los populista reaccionarios y la solución no es copiar lo que propusieron hace 50 años ni repetir que deberíamos ser Escandinavia
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Debe quedar claro el problema: los progresistas nos hemos quedado sin propuestas para enfrentar a los populista reaccionarios y la solución no es copiar lo que propusieron hace 50 años ni repetir que deberíamos ser Escandinavia. No es realista, no es suficiente. Unger sugiere tres dimensiones para una nueva alternativa que remueva la parálisis actual. Primero, la generación, promovida por la interacción transparente entre sector privado y sector público, de un productivismo incluyente que lleve a los países a la frontera tecnológica. En América Latina, en particular, este camino no va a ser el mismo de los países ricos del siglo pasado que, siempre, contaron con un proceso de industrialización como prerrequisito para el desarrollo. La frontera actual necesita de una economía del conocimiento y de una producción con componentes asociados a la economía del internet. En otros campos, como en el agrícola, debe prevalecer el extensionismo tecnológico, combinando diversas formas de propiedad privada. No debería ser lo mismo, por ejemplo, quién controle proyectos de ganadería intensiva en los Llanos que quien conduzca el desarrollo sostenible de la Amazonía.
Para sostener el avance hacia la frontera se necesita de proyectos de educación que sean “capacitadores” y no formadores de repetidores de información memorizada. Para que esto ocurra, Unger sugiere enfocar las reformas al currículo trayendo al centro de la clase la presentación de puntos de vista alternativos (y esto hace él en sus clases, invitar siempre a alguien que piense distinto). Esta es la única forma de abrir la mente, presenciar el debate y pensar por uno mismo como lo sintetiza. Finalmente, la tercera dimensión transversal es la promoción de una “democracia de alta energía” que es una en la que la participación sea amplia en la que “no se necesite de una crisis para promover el cambio”. Esta democracia avanza más rápido: no debemos esperar décadas de tensiones políticas, como en Escandinavia, ni vivir crisis monumentales, como las guerras, para salir de equilibrios mediocres (por ejemplo, un equilibrio como el del Frente Nacional colombiano, mediocre pero estable por la misma “democracia de baja energía” que promovía). En esta forma democrática, más ágil, se pueden cometer errores, pero se corrigen más rápido. El gobierno debe tener mecanismos para promover reformas ágilmente y la oposición para cambiar el gobierno, sin tener que pasar por período de parálisis total (comunes en Estados Unidos).
Unger concluye diciendo que “la esperanza es más la consecuencia de la acción que la causa de la acción”. Su llamado es a la acción, pero no cualquiera, dice, “necesitamos vitalidad, pero la vitalidad sola es ciega, necesita de la imaginación que la conduzca para crear nuevos caminos”. Ante la respuesta fácil de “que es muy difícil”, Unger apunta al método del profeta, que puede ser cualquiera que decida actuar: apunta a un horizonte distante, pero señala como se pueden dar los primeros pasos. Debe tener un horizonte, para saber hacia dónde va y a qué sueño está convocando, pero no debe quedarse en la descripción de la lejanía, tiene que proponer cómo hacer algo ya mismo.
Mi aporte como su estudiante es escribir esta columna, invitando a otros a que piensen sus horizontes y den sus pasos. Suele terminar Unger sus intervenciones en una nota espiritual: el llamado a los hombres y mujeres comunes y corrientes a que trabajen para traer el cielo a la tierra, a que superen su propia grandeza y hallen sentido en su vida en la acción colectiva. Siempre que escucho esa idea, con la firmeza que la dice a sus 74 años, me conmuevo y me animo a estar a la altura del reto.
@afajardoa