El expresidente Richard Nixon fue un político con estrella a la que, por épocas, la rodeaban nubarrones de adversidad que el hombre sabía sortear. A sus 39 años lo escogió Eisenhower como su fórmula vicepresidencial y lo acompañó, con mucha figuración, por dos períodos. Fue tan notorio el margen de maniobra que recibió y ejerció que se ganó, de lejos, la nominación de los republicanos para la elección de 1960, que perdió, a poca distancia en votos físicos y delegados, con el joven y carismático senador John F. Kennedy.
La derrota lo golpeó y se fue a ejercer como abogado a New York, pero vio en la gobernación de California, al acercarse la elección de medio término de 1962, la ocasión de reencaucharse haciendo una buena labor en un estado tan poderoso como el de la sexta economía del mundo, con el desencanto de que olió de nuevo el polvito de la derrota. Seis años esperó, trabajando y ganando dinero como abogado, a que la ocasión propicia le facilitara el reencuentro con la victoria y el asesinato de Robert Kennedy se lo brindó con todas las probabilidades de llegar a la Casa Blanca. Un Kennedy lo tronchó y otro lo elevó.
Su primer gobierno generó muchos cambios, sobre todo en política internacional, de la grande y por las cumbres, con la sabiduría de Henry Kissinger a su servicio, en el arranque como consejero de lujo y luego como secretario de Estado. Lo singular fue que un republicano se aproximara de manera tan hábil y certera a la URSS y la China, en una especie de semiclandestinidad constructiva de la que solo se sabían los viajes a Moscú y Pekín del consejero y secretario que iba y volvía sin bullicio, aunque con mucha letra en el maletín.
Una torpeza innecesaria (sin intentarla habría puesto la misma votación que obtuvo en 1972) le descarrió la suerte: el escándalo Watergate. A él le costó la caída y a los Estados Unidos la pérdida de mucha credibilidad, a pesar del vigor de sus instituciones y de la permanencia de sus partidos. De ahí arrancó la crisis del liderazgo conservador, cuyo summum fue la llegada de Trump al poder reviviendo prejuicios que los raizales blancos, en los estados decisivos para la elección presidencial, consideraron adecuados para regresar a los años de la Doctrina Monroe. Un avance en retroceso.
Pues remando río abajo, la Suprema Corte de los Estados Unidos no ha sido, bajo la batuta de Trump, ajena a la degradación. Donde hay degradación no hay patria sino intereses, justamente lo que delata la mala historia hecha por los republicanos, que tuvo ya un antecedente en la elección del juez Clarence Thomas (hechura de George Bush, padre), también depredador sexual como Brett Kavanaugh, quien rema listo para entrar ya por encima de la farsa de una investigación de cinco días del FBI. En los Estados Unidos todo tiene el sello de Donald Trump.
Solo imaginen cuál hubiera sido la expresión del rostro de Lincoln
al escuchar la confesión de la doctora Ford,
asediada por tres borrachos con la libido saturada
Triste papel el del partido de Abraham Lincoln. Aquella vida de enseñanzas y su sacrificio final por una acendrada convicción humanística, yace olvidada por el desprecio que suscitan los valores que inspiraron al Leñador de Kentucky. Solo imaginen cuál hubiera sido la expresión del rostro de Lincoln al escuchar la confesión de la doctora Ford, asediada por tres borrachos con la libido saturada, burlándose de su indefensión y dispuestos a violarla en serie. Esa escena cobarde fue desconsiderada por once votos contra diez, entre ellos los de dos mujeres, en el Comité de Asuntos Judiciales del Senado de los Estados Unidos de América.
La jurisprudencia futura de los Estados Unidos será, a partir de la elección de Kavanaugh, una hilera de represión jurídica y política a la dinámica de su sociedad. Permitir que no sea así es lo que más preocupa a una representación parlamentaria temerosa de que la dejen en minoría en las elecciones del 6 de noviembre. Es lo que la desespera. Un alcohólico arrepentido y violador perdonado es primero que una Corte justa. Habrá una Corte que adapte los textos a una línea ideológica intransigente, no a la legitimidad de las causas. Las huellas de Marshall y Earl Warren, fruto de su amplitud de criterio para que los fallos interpretaran la conciencia nacional, son historia. Trump es el ejemplo de que ya el presidente no postula candidatos a la Corte con equilibrio político, religioso y regional, sino solamente con desequilibrio mental.