A pesar de sus ojeras y su baja estatura era hermoso verlo. Su pelo lacio se sacudía con cada nota y a aunque le daba duro al cuero con las baquetas, sonreía con ternura. Ringo era famoso antes de conocer a los tres chicos que tocaban con él. Tenía un grupo, los Rory and the Hurricanes, habitual nombre en los tops 10 británicos. A sus 22 años ganaba bien, lo suficiente para mojar el gaznate con un trago de whisky cada vez que se sintiera seco, y aliviar la tensión y alejar el sueño con un poco de bencedrina. Las chicas, por supuesto, siempre hacían fila en la puerta de su cuarto de hotel. Se puede ser feo como un mapache, pero si eres un baterista dejas de ser un hombre para convertirte en un sátiro.
Si, no había ninguna razón para el cambio. Sólo que John lo embrujaba y cada palabra suya pesaba porque la cubría con el manto de la verdad y Paul era gracioso, ingenuo y genial y Harrison y su silencioso misticismo. Viéndolo de lejos, los chicos podrían cambiar la historia de la música.
Y lo lograron.
Ringo debe ser la estrella de rock con menos ego que existe. A pesar de haber hecho parte de Los Beatles, el haber convivido entre la feroz guerra que sostuvieron desde 1968 hasta el 70 Lennon y McCartney, y que al final terminaría con el grupo, le terminó quemando el autoestima. Debe ser una tragedia para cualquier mortal coincidir en la misma agrupación con dos gigantes del mismo nivel que Mozart o Satie. Él sólo era un soldado que tenía como aliada a las baquetas para marcar el paso, para ir abriéndole camino a los virtuosos que venían detrás.
No era la primera vez que se enfrentaba a la adversidad. A los seis años una inofensiva apendicitis se le transformaría en la agresiva peritonitis que lo llevaría a estar en coma durante tres meses. Martirizado por continuas enfermedades, el joven Richard Starkley tuvo un desarrollo tardío, aprendió a leer a los 15 años y el único consuelo eran todos esos discos de Fats Waller que le ponía su padrastro.
Un día se levantó de la cama y se puso fuerte y a los 18 tenía una batería y a los 22 reemplazó a un tal Pete Best en una banda llamada Los Beatles que se separó cuando el tenía 30 años y era el integrante más menospreciado del grupo. Sin embargo fue el primero del cuarteto de Liverpool en sacar un álbum en solitario y protagonizó películas y, una vez fue asesinado Lennon, él se convirtió en el beatle que más recibía cartas de los fans.
Los ochenta fue una mala década para él. Su matrimonio con Barbara Bach fue una orgía de drogas y alcohol que terminaba casi siempre entre golpizas e insultos. En 1992 decidieron ponerle punto final a ese descenso a los infiernos y Ringo volvió a encauzarse y sus fans le perdonamos todo, hasta que en las entrevistas diga que el mérito de alejarse de la coca, el whisky y los sesenta cigarrillos diarios que fumaba, no fue de él sino de Dios.
Le perdonamos todo con tal de que siga frente a la batería y aún le quede aire para cantarnos Act Naturally, Octupussy garden y With a Little help from my friends. En Bogotá tendremos el placer de ver nuestro segundo Beatle en menos de una década. A sus 74 años Ringo Starr promete cantarnos hasta que pueda sostener las baquetas. Inmune a las críticas que lo menospreciaron desde siempre, su show promete encender este viernes la noche capitalina. Seguramente más de una llorara coreando que todos vivimos en un submarino amarillo.