La sala de espera se había copado media hora antes, cuando el reloj de pared anunciaba con su tímido campanilleo las nueve de la mañana. Los pacientes, que esperaban la llegada del odontólogo asignado, empezaron a dar muestras de impaciencia, levantándose de los asientos para ir hasta el amplio ventanal orientado hacia la calle, mirándose entre sí con señales inequívocas de cansancio y desasosiego, releídas todas las revistas descuadernadas que permanecían a montones sobre la mesita de centro, desde su fecha de edición, una década antes.
Cuando el reloj señaló las nueve y cuarto, un señor alto y canoso que había arribado al consultorio a las ocho menos cinco, se dirigió a la recepcionista para decirle en tono angustiado: ‘’Señorita, a qué horas vendrá el Doctor; ¿tardará mucho en llegar?’’
Sin levantar los ojos de la revista de modas parisinas que estaba leyendo, la aleccionada secretaria respondió con voz de hielo: “El Doctor no tiene hora fija para venir; seguramente tuvo alguna ocupación; espere un momento que no tarda.”
Obligado por la situación, y sin más alternativa que la espera, el disgustado interrogador volvió a su puesto, mientras los demás compañeros de infortunio consultaban el reloj a cada instante, como midiendo mentalmente el grado de afectación que podría alcanzar su paciencia, mientras se producía la llegada incierta del profesional asignado.
Diez minutos más tarde, el desconsolado individuo se levantó nuevamente de improviso, y arrojando bruscamente sobre la silla la revista manoseada, indicó en voz muy alta: “¡Qué carajo! Yo no espero mas; me voy”, marchando enseguida hacia la puerta, resuelto a no volver nunca a aquel centro de atenciones médicas.
“Yo también”, exclamaron en coro los demás dolientes, levantándose como resortes sensibilizados al impulso eléctrico de una orden.
Cuando se disponían a abandonar la sala, uno de los que había permanecido en silencio, observando la situación dijo deteniéndolos: “¡Un momento! Esto que ha pasado no es justo; propongo que dejemos al Doctor una nota de reclamo, recordándole que su deber como empleado del Instituto Nacional de la Salud Dental, es la de estar desde las ocho en punto, atendiendo la primera cita asignada”. “¡Bravo!” aprobaron todos, volviendo entonces a sus puestos, para empezar la redacción de su protesta, argumentando que el odontólogo del caso, como todos los que en distintas formas prestan sus servicios a un público determinado, deben su éxito o fracaso a la calidad del servicio prestado a sus clientes, y al amor y dedicación con que lo hagan, y que de ello depende el prestigio de las entidades con las que se comprometen.
Estaban ocupados en la redacción de la demanda, cuando entró como una tromba el retrasado dentista, dirigiéndose directa y rápidamente a la seguridad de su consultorio, haciendo caso omiso de todos los presentes con su actitud parca y engreída.
En el momento en que abría la puerta para perderse en el misterio de su laberinto, el que había indagado sobre el arribo le increpó sin dar más tiempo: “Disculpe Doctor: lo hemos esperado para la consulta desde las ocho de la mañana según la cita; nosotros somos empleados, y a duras penas tenemos el permiso de nuestras empresas para cumplir con esta necesidad; sin embargo hemos aguardado casi dos horas para que nos atienda, tiempo que tendremos que reponer en el trabajo, sin contar con el imprescindible llamado de atención que nos harán”.
Como si una voz lejana hubiera rozado el oído de sus conveniencias, sintiéndose aludido, el dentista sentenció con la mano levantada: “!Mire, mire, mire’’, en seguidillas veloces agregando: “los pacientes tienen que acostumbrarse a esperar!”. El interlocutor, que no aceptaba este tipo de argumento, le objetó: “Pero a nosotros señor mío no nos esperan en el trabajo; y debemos cumplir exactamente con el horario, o nos sancionan o descuentan el tiempo perdido”.
Como si una fiera rabiosa estuviera a punto de una dentellada, el barrilito encorbatado dirigió hacia el asiento el furor de su mirada, para argumentar sin aspavientos: ‘’Oiga señor; escuche bien lo que voy a decirle: al odontólogo como al barbero, nunca debe discutírsele, porque depronto, si no están tranquilos, sobre la silla pueden cortar al paciente; y a veces gravemente’’, dicho lo cual, se adentró en su laberinto, con un pavoneo que destacaba notoriamente la obesidad de su figura.
Ante la lógica escuchada, los presentes negaron con la cabeza, desconcertados en medio del silencio producido. Minutos después, preguntaba por el doctor un hombre sonriente y jovial, que había departido con él hasta altas horas de la noche, negociando el coche reluciente y moderno que había conquistado ahora la necesidad enfermiza del dentista, por estar cambiando continuamente de vehículo.