Ricardo Gareca tenía dudas de llegar a Cali. No sabía nada de la ciudad, no conocía la salsa y apenas sabía algo de su nuevo equipo, el América. Era 1985 y hacía unos años los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela habían comprado la mechita y lo habían convertido en el equipo más poderoso de Colombia. Cuando su representante, Guillermo Coppola, le contó de la oferta millonaria que le hacían desde Cali, llamó a Julio César Falcioni, un viejo amigo de su primera juventud en Vélez Sarfield. “Pelusa”, como le decía al arquero, ya era un ídolo del América. Él lo invitó a su casa caleña para que viera como era la movida. A Gareca le bastaron dos días para convencerse de que trasladarse a la Sultana sería lo mejor.
El “Tigre” no era un jugador cualquiera. No sólo a punta de goles se había convertido en un ídolo de Boca Juniors sino que, junto al emblemático Oscar Ruggeri, provocó una huelga de futbolistas en 1984. Luego de jugar unos cuantos partidos de River Plate, en donde cada rato le recordaban su pasado con el archirrival Boca Juniors, decidió aceptar la oferta que le hacía el América de los hermanos Rodríguez Orejuela.
Los Capos del Cartel de Cali se habían propuesto armar un súper equipo para ganar por primera vez para Colombia la Copa Libertadores. Para eso contrataron a jugadores de selección como los paraguayos Roberto Cabañas, Gonzalez Aquino y Juan Manuel Battaglia, quienes jugador la Copa Mundo de 1986, el uruguayo Sergio Santín, símbolo junto a Enzo Francescoli de la selección uruguaya. Los colombianos Willing Ortiz y Hernán Darío Herrera y, los argentinos Julio César Falcioni, el mejor arquero extranjero que ha tapado en Colombia y Ricardo Gareca. Ganaron seis torneos colombianos consecutivos pero una extraña maldición les impidió conseguir el título continental.
Ese año, 1985, el técnico de Argentina Carlos Salvador Bilardo, quien había sacado subcampeón de la Copa Libertadores al Deportivo Cali en 1977, lo convocó a jugar la eliminatoria al mundial. Un gol agónico de Gareca contra Perú le dio el tiquete a México. Inexplicablemente Bilardo no lo convocó en la nómina definitiva de los jugadores que ganarían en 1986 el segundo y último mundial para Argentina. Gareca nunca se recuperó de ese desplante. Además, de manera inexplicable, el América perdió por penales en 1985 la primera de las tres finales de la Libertadores que perdió de manera consecutiva.
Sin embargo le bastaron unos cuantos partidos para ser un ídolo. En cuatro temporadas con el club marcó 85 goles. Su eficacia se la decía a una camiseta rota que se ponía debajo de la del América. Sus amigos Alex Escobar y Anthony De Ávila le hicieron una broma terrible: un día el Tigre se descuidó tomaron la camiseta y se la quemaron. Entre lágrimas Gareca la sacó del fuego. Ya sólo era un hilacho chamuscado que igual guardó en su casillero. Durante tres partidos seguidos Gareca no pudo anotar. La mala racha se a atribuyó a que no se ponía su amuleto. A pesar de que olía a quemado y lo hacía estornudar se puso la camiseta para jugar el partido decisivo del campeonato de 1986 contra el Deportivo Cali de Valderrama, Redín y Aravena. Un gol suyo les dio el título al América.
Su momento más duro fue cuando en 1986 disputó la segunda final de Copa Libertadores contra River Plate. Los hinchas lo detestaban. Nunca le perdonó que tan sólo hubiera jugado nueve partidos con ellos. Siempre lo asociaron como un infiltrado de Boca Juniors. Por eso fue el blanco de los cánticos y los insultos: “Gareca tiene cáncer se tiene que morir” le gritaban frente al hotel de Buenos Aires donde pasó la noche. Dicen que hasta lo apuntaron con revólveres. Gareca jugó su peor partido y no pudo evitar que el equipo de Francescoli, Ruggeri y Alzamendi derrotara a su equipo con facilidad.
En 1989 regresó a Argentina. La hinchada nunca lo olvidó. Regresó a Cali casi 20 años después, en el 2005 ya cómo técnico. Cuando aterrizó al Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón se sorprendió al ver tanta gente y tantas banderas rojas. Creyó que estaban esperando a otra persona. Al bajarse se dio cuenta que los hinchas querían homenajearlo. El equipo que dirigió ya no era el todopoderoso América de los ochenta. Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela estaban en un bunker a cinco metros bajo tierra en una cárcel norteamericana. La mechita ya no ganaba títulos ni iba a la Libertadores e incluso se sentía la amenaza del descenso. Sin embargo Gareca se dio cuenta de su legado. En los ochenta la única hinchada que tenía el equipo se concentraba en Cali. Ahora la fiebre roja se había extendido por toda Colombia. Cuando jugaban en Bogotá contra Millonarios, el equipo más popular de la capital, la mitad del estadio se teñía de rojo. Esa fiebre la desató el equipo que manejaba el técnico Gabriel Ochoa Uribe se volvió en un orgullo nacional.
Durante dos meses Ricardo Gareca volvió a ser feliz en Cali. De diez partidos que dirigió ganó ocho. Los problemas con la directiva lo sacaron de la dirección técnica. Una década después Gareca tomó las riendas de la Selección del Perú y le cambió la cara al fútbol inca. Hoy, si le gana a Colombia, volverá a llevar a Perú a un mundial después de 36 años de ausencia. El país le cree y lo tiene como un ídolo. La hazaña está cada vez más cerca.