“El hecho de que todas las culturas hayan destacado las propiedades curativas de la oración me hace creer que nuestra especie tiene unos mecanismos específicos de respuesta a la oración en el interior del cerebro, los cuales nos permiten soportar la presión psicológica causada por las dificultades de la vida y la certeza de la muerte”. Matthew Alper
Con el objetivo de determinar los efectos de la oración sobre pacientes enfermos, un grupo de investigadores llevó a cabo un experimento formal, cuyos resultados fueron publicados en la revista American Heart Journal en abril de 2006. En este proyecto tendiente a determinar el poder curativo de la oración, la reconocida fundación filantrópica Templeton, dedicada al estudio de la espiritualidad, invirtió millones de dólares. Como dato curioso esta fundación tiene algunas tendencias religiosas, particularmente de orden creacionista (es decir opuestas al evolucionismo darwinista). Anualmente entrega esta fundación un premio a personalidades que han contribuido a la investigación o descubrimientos de realidades espirituales; el monto otorgado es más jugoso que el de los Nóbels y algunos ganadores de estos galardones han sido la madre Teresa de Calcuta y el Dalai Lama.
En el estudio se utilizaron 1800 pacientes cardíacos de seis hospitales diferentes. Para ello se ciñeron a normas estadísticas conocidas tales como: muestra significativa, pacientes escogidos al azar en los hospitales, no conocimiento de los pacientes y los oradores (y viceversa), identificación del paciente solamente por sus iniciales (dios omnisciente es capaz de identificar el nombre completo del paciente), y en fin, todas las reglas técnicas garantes de la neutralidad del experimento.
Los pacientes fueron divididos en tres grupos: el Grupo 1 conformado por pacientes que recibían oraciones y no lo sabían, el Grupo 2 compuesto de pacientes que no recibían oraciones y no la sabían, el Grupo 3 formado por pacientes que recibían oraciones y lo sabían. Las personas encargadas de orar fueron enviadas por iglesias católicas y protestantes de Minnesota, Massachusetts y Missouri, todas ellas alejadas de los hospitales en donde se encontraban los pacientes. A los oradores se les dio total libertad, sólo se les pidió incluir en sus rezos la frase “por una cirugía de éxito con una rápida y saludable recuperación y sin complicaciones”.
Los resultados fueron contundentes: No hubo ninguna diferencia entre aquellos pacientes por los que se había rezado y esos por los que no. De otra parte, y curiosamente, los pacientes que sabían que se estaba rezando por ellos experimentaron más complicaciones. Es decir, les fue perjudicial. Todo parece indicar que el efecto psicológico de saber que se rezaba por ellos les aumento el nivel estrés porque consideraron que su enfermedad era grave.
La oración a dioses ha sido muy corriente a lo largo de la historia de la humanidad, es un hecho transcultural; utilizada con moderación por la mayoría, y a ultranza por otros como los religiosos anacoretas o de clausura, sin olvidar a los hombres musulmanes que deben encumbrar oratoriamente sus nalgatorios al aire cinco veces al día. La práctica de la oración se complementó ritualmente, para “mayor” efecto, con ofrendas de bienes materiales, de crueles inmolaciones de vidas de animales y hasta humanas. Y se sigue preservando la tradición oratoria ciegamente, sin análisis ni cuestionamientos, de la misma manera que “los obsesos escolásticos de la Edad Media hacían lo que podían con una información lamentablemente limitada, un miedo siempre presente a la muerte y al Juicio Final, una esperanza de vida muy baja y una sociedad de analfabetos (Christopher Hitchens)”.
¿Qué se intenta con la oración, rezo, rogativa o plegaria? La idea es desagraviar a un dios, aplacar su cólera (“temor de dios”, corifean los cristianos) o rogar para que un deseo o necesidad humana sea satisfecha. Algún sentido tenía esta intención cuando los dioses eran cuasi humanos, mitológicos, y cambiaban sus designios en función de la humillación que obtenían de sus vasallos humanos. Cuando la invención de dios se volvió monoteísta, se le confirió a este ser una serie de poderes de omnipotencia y omnipresencia, entre la gran variedad de omnis que la mente humana, consciente de sus limitaciones y ávida de perfección, logró atribuirle. Pues bien, en ese nuevo contexto en donde no hay pasado ni futuro ni presente (o solo presente, según algunos), ese ser que todo lo creó, no puede cambiar sus designios puesto que esto equivaldría a admitir que él mismo no sabía cómo terminaría una determinada historia, un particular caso humano, lo que contradeciría manifiestamente su don de omnisapiencia.
Así las cosas, no pudiendo ese dios cambiar las situaciones, por ende la oración, así concebida, no tiene ningún sentido ni lógico ni filosófico, es más, se trata de una imposibilidad metafísica. “Si dios lo quiere”, dicen con candor los creyentes esperando satisfacción a sus pedidos; pero es que ese dios –dentro de la lógica y mecanismo definidos– ya lo quiso y no puede cambiar su parecer sin contradecir su esencia, y eso por mucho que sus ilusos siervos se hinquen de rodillas, se torturen, entren en cadenas de oración, se flagelen masoquista y devotamente, hagan donaciones, se sacrifiquen, paguen promesas, orándole por su salvación, su salud o sus precariedades materiales. Hay inherente a las propiedades del ser definido –inventado– un predeterminismo que es dictado por la misma enunciación de divinidad.
El “eminente” teólogo de Princeton, de finales del siglo XIX, Charles Hodge, introdujo los criterios que se deben cumplir para que dios escuche una oración, prerrequisitos sin los cuales la imaginaria entelequia no permite radicación de la súplica: reverencia, humildad, oportunidad, sumisión, fe, petición en el nombre de Cristo. Debe ser por eso que no escucha tanto flujo de oración: por la impericia de los suplicantes y lo engorroso del trámite…
Bien sabido es que la ansiedad es causante de un sinnúmero de afecciones fisiológicas, una gama de malestares que va desde la pérdida del cabello pasando por la depresión y llegando incluso al cáncer. En todo caso ella debilita nuestro sistema inmunológico, haciéndonos más sensibles a cualquier posibilidad de enfermedad o disfuncionamiento, particularmente los de esos órganos a los cuales somos más vulnerables –cada cual tiene sus propias fragilidades. Si nuestro cerebro en su mecanismo de control del ego es capaz de regular suficientemente el grado de ansiedad, logra un mejor control de la enfermedad y de los procesos de curación. Incluso llegando a casos extremos de los que algunos tienen tendencia, por facilismo y no menos ignorancia, a calificar de “milagros”. Y es ahí cuando aparece la oración como elemento motivador, un disparador cerebral que hace que el paciente se confíe (tenga fe) a un ser superior, por ficticio que él sea, entonces su nivel de ansiedad disminuye y el efecto fisiológico derivado actúa. Es decir que la autosugestión inducida por la oración es la causa del alivio, de la curación o del evitar disfuncionamientos.
Nuestro propio cerebro se programa positivamente mediante este mecanismo provocado por la oración; una especie de efecto placebo. Los seres humanos, muchos todavía, continúan pensando que es su dios quien ha escuchado y obrado. ¿Habremos de aplicar el dicho francés: qu´importe le flacon pourvu d´avoir l´ivresse (poco importa la botella con tal de obtener la embriaguez)? A cada cual de escoger su método: lucidez o camuflaje.
Entonces, algunos beneficios colaterales se presentan para quien ora (mas no para quien es objeto de rezo), el más importante es la autosugestión que se induce el orador sobre su propia mente y que puede llegar a que su cerebro, con el pretexto teísta, controle su organismo, que dé órdenes neurofisiológicas a su cuerpo para que sane. Aquí no hay milagro, es solo una acción de control del organismo a través de la mente.
Por último, reiterar que la oración de los creyentes sí sirve para ellos mismos, pero por razones muy diferentes a las celestiales que evocan. Ojalá los encomenderos de rezos a terceros, de rezos ajenos, entendieran la inutilidad de tal intermediación y dedicaran su actuar, en el caso de la enfermedad, por ejemplo, a la consecución de terapias médicas que tienen más probabilidad de éxito.
Para los no creyentes la solución está más afianzada en la razón, en el conocimiento, en la ciencia, en la meditación (que produce efectos físico-químicos), en la sicología y sus terapeutas.