A muchas personas nos gusta lo hecho a mano, las corrientes de pensamiento que se alejan de los hegemonismos y buscan nuevas dimensiones, las causas contra el racismo, la devastación de los ecosistemas, la justificaciones de las violencias, las medicinas que amplían su mirada más allá del ibuprofeno. Encontramos que es preciso volvernos a preguntar sobre verdades hechas y prácticas que se dan por naturales. Sin embargo el sistema de pensamiento dominante es tan fuerte que continuamente nos mordemos la cola.
Las mujeres, por ejemplo, nos hemos centrado muchas veces en combatir el machismo, esa expresión grotesca que desprecia lo femenino, pero el machismo no es más que el síntoma de una enfermedad profunda, estructural que se llama Patriarcado. Y si no entendemos eso, si nos quedamos en las ramas, perdemos profundidad.
Ya sabemos que el patriarcado es una ideología que se sustenta en al menos tres pilares: el dominio de la Naturaleza, la guerra como estado permanente y el vasallaje de las mujeres. Todo sustentado en teorías políticas, económicas y hasta biológicas. Ni qué decir de las sustentaciones religiosas o esotéricas. Que el hombre es un lobo para el hombre, que se necesita la competencia y el egoísmo de unos para que el mercado funcione, que el pez grande se come al chico… en fin, teorías que sustentan la guerra y la dominación, afortunadamente hoy cuestionadas por la biología que habla de cómo la cooperación ha hecho posible la subsistencia de la especie humana, y la emoción básica del amor que habla Humberto Maturana.
Por eso cuando solo hacemos conciencia de las causas objetivas del sometimiento pero no de su dominación subjetiva, actuamos con los mismos esquemas de dominación aprendidos, utilizando las mismas formas del poder del que nos queremos liberar. El sistema de poder habita el pensamiento y el cuerpo, por eso cada quien ha de estar alerta.
Nos parece normal, por ejemplo, pedir inscribirnos en un modelo de salud que patologiza nuestros ciclos vitales, y no brinda alegría y ganas de vivir. O damos por sentado que en nuestras ciudades no haya símbolos a la vida, monumentos a la maternidad, a la abundancia, sino a los guerreros, o a la publicidad, reina de la época, que habita nuestros imaginarios y nuestros cuerpos con arrasadora contundencia.
Y se encuentran antirracistas, machistas. Ecologistas, desarrollistas. Feministas, patriarcales.
Entre los médicos y médicas alternativas el asunto no es menos evidente. Salen de un vademécum para otro, fundamentan su práctica en una aparatología muchas veces dudosa, ejercen su poder desde la culpabilización… y esa bella propuesta de solidaridad, integralidad, ecovitalidad, se diluyen en el mismo pensamiento hegemónico.
Cuán difícil es salir, de la lógica binaria del bueno y el malo, adentro y afuera, ser y tener, chivo expiatorio. Y poder interpretar este presente en el que por ejemplo se habla de posconflicto, sin tener muchos indicios de que se hayan empezado a desestructurar sus causas, la Fifa establece sanciones ejemplares, sin mirar la paja en el propio ojo, o quienes ignoran que morder, no es práctica exclusiva del 9 Suárez del Uruguay. En Pasto por ejemplo nos cuentan que es práctica de maridos y novios, morder y chupar el cuello de las mujeres para marcarlas como posesión, o compañeros derrotados que compran amor en vez de provocarlo, como chamanes, o alquimistas, o fraternos amantes.
Habitar, afirmar la ambivalencia, la ambigüedad, los medios sin fin, una ética de la esperanza, los caminos abiertos, la creación colectiva, caminando y preguntándonos, como insisten los pueblos indígenas.
Revisiones, en este momento de movimiento. Y creo que es tiempo de lenguajes poéticos.