“En 1884, María Antonia ‘Toñita’ Granada de Alegría, junto con sus 4 hijos se fue a colonizar el monte negro que divisaban desde la puerta de su casa en una colina de Filandia, donde se decía que había una inmensa riqueza enterrada por los grupos indígenas que habitaron estas tierras”.
En aquella anciana observo a mi madre muerta. Tiene la misma contextura. Igual mirada. Su semblante es parecido al ramaje cuando pierde su verdor. De súbito las hojas son llevadas por la mano del viento a un lugar misterioso. La floresta queda sin hojas, me ubico en alguno de los leños. La lluvia no cesa. Observo a la anciana partir, me da el último adiós. Aquella anciana es mi madre, ejerce la muerte por segunda vez. Nos miramos con sonrisas compasivas. Permanezco en silencio. Pienso. Pienso. Pienso. Pienso. Pienso. Pienso. Pienso. Pienso. Sí. Son las tres. Son las cuatro. Son las cinco. Son las seis. Son las siete. Son las ocho. Son las nueve. Son las diez. Cierro el cortinaje del viento. La corriente de aire dentro del dormitorio estremece el plumaje del pájaro de cristal. El tiempo se desagua por la alcantarilla de la vida. En aquella anciana observo a mi madre muerta. En aquella anciana observo a mi madre. En aquella anciana observo… En aquella anciana… En aquella… En…
Creación de la Villa del Quindío: 10 de septiembre de 1890.
Miro la casa. De nuevo observo y es la casa. Sin embargo, es solo su nombre. Me embruja. Penetro en ella y termino sintiendo lo inmemorial del tiempo. Nadie la habita. Pertenece a la brega del recuerdo. Anciana de madera con ojos que son clavos sosteniendo años de entradas y salidas. Su mundo es cadáver de luciérnaga sin sepultar. Casa donde los recuerdos son semillas arrojadas a diestra y siniestra sobre el suelo con huellas de pasos despavoridos. Semillas germinan en el reflejo roto bajo el techo en ruinas por donde exhaló su alma la ceniza. Por donde flotan ánimas de nubes estrellas y firmamento. Casa de trajín sin meta alguna. Fantasma de la abuela, canguro que salta el recuerdo de sus hijos, sus nietos. Pasan espectros, el perro, el hermano cojo, el mundo que vivió. La habitan miles que ingresaron a ella. Tropiezan. Uñas invisibles escarban el hombre que fueron. Casa construida con sombras de memoria, a la deriva por sus pasillos. Muertos por todo lado, rebujo de dioses. Muertos que brotan de las paredes y cuelgan como cuadros sin sentido alguno. No hay quien resuma una gota de sudor. No hay manos que sangren nostalgias. No hay quien empuñe esperanzas de nuevos amaneceres. La casa… sólo paredes que son de una casa. Una casa de una casa la casa. ¿Dónde está la casa?
Fundación: 19 de 0ctubre de 1892.
Un resquicio de este cuarto dejó entrar la luz de algún momento, de un pasado distante, quizá de una vida por ocurrir. Enigma de la claridad sobre la estantería del tiempo. Tiempo de oro, de átomos que se vaporizan. Tiempo con el peso del polvo en que nos hemos de convertir. Luz, significado de no sé qué, de una mañana esparcida en la paja donde resplandece el insecto que se adhiere a épocas inmemoriales, a ciclos de dolor desde la sangre del hombre que poco importa, desde la sangre en el olfato, del catador incapaz de sentir el aroma de una noche de exterminios, desde la sangre que destila la sed en los labios de mi yo crucificado en la nada, desde la sangre que nunca derramó Cristo, desde la sangre celestial que se fragmenta invisible. La ventana de esta estancia dejó entrar...
Declaración como municipio: 1911.
Tocan a la puerta. Abro, entro. Me invito a un café, lo saboreo. Me pregunto por mí, me contesto que he muerto. No me creo, me sonrío. Me siento en la cama, donde pronuncio el amor. Un hijo flaco, como el destino que ahora cumplo, aparece en mi memoria, le digo que no se altere que antes del juicio final las tormentas, de todos los tiempos, florecerán en su cuerpo seco, que no tome en serio la sustancia de nada. Desde el otro extremo del mundo, se siente olor a cordero asado, mi primogénito estira su olfato, hasta el humo que lleva en su designio el alma del borrego, ríe, ríe, ríe, ríe, temo que despierte a los muertos que la humanidad aporta. Palpo el vacío mío, en la silla donde escucho un canturreo de hormigas. Derribo puertas, encuentro a mi padre, mi hermano, mi madre, me miran de frente, no dicen qué hace usted aquí, me pregunto por qué examinan la casa como lo hacen los muertos, me confronto, miro cara a cara lo poco que queda de mi familia, observo un semblante de sol en la ventana. Rostros de moscos, que deja el pan de cada día, me insinúan que no son los mismos insectos de la última navidad en que brindé por la vida, me dirijo al espejo y observo en el fondo del cristal asientos viejos, la alcoba desarmada, polillas que leen miles de páginas que nunca escribí, palabras que nada dicen, mi cuerpo que no se refleja, palidezco, me lo comunica la concavidad de mi silueta, indago sobre mi ser, de pronto alguien manifiesta los fantasmas sí existen, desaparezco confuso entre el cortinaje de la última sombra.
La guerra: fortín rojo
La muerte con sabor agridulce en la reflexión del desahuciado. La muerte con sangre de Borges en sus entrañas. La muerte con los 7 viajes de Simbad en sus labios. La muerte decidida cuando fisgonea al hombre desvelado. La muerte incuba, hombre a hombre, sus denuedos. La muerte dándole la última oportunidad al gallo de recordar su primer canto, de antes de cantar tres veces el gallo. La muerte de la hormiga con la evocación de la hoja a cuestas. La muerte mía con todos los pronombres a la deriva. La muerte tuya haciendo presencia en el espejo, donde aún no te ves como fantasma. La muerte nuestra de cada día, como la vitrina donde otros miran pasar de prisa el pan de cada día. La muerte del verbo. La muerte del sustantivo y su música malgastada. La muerte y su alter ego omnipresente en la fresa, en la uva con el borracho en el lodazal del vino. La muerte porque son las once en este instante gótico, como el rocío pendiendo del verde moribundo. Ella la muerte, mi muerte, tu muerte, nuestra muerte.
La guerra: fortín azul
Este es el pueblo de la muerte, donde se toma el mejor tinto del mundo. Sus habitantes no tienen amarguras. Son serenos. Sus miradas brotan de agujeros ásperos. Se les observa sin prisa. Cada paso por darse lo consultan con el oráculo. Desconfían de la aurora. Sus memorias olfatean alguna sopa vinagrosa, un pan descompuesto, una carne putrefacta. Se regocijan, se dirigen a la mesa del largor del mundo, donde se observan otros comensales cuando vociferan la ultra noche. En esta comarca hay un resquicio, por donde se vigilan algunos visitantes. Los pobladores de este territorio temen porque pueden llegar a ser aplastados por la indiferencia de esas vidas.
La guerra: fortín blanco
La cabeza del decapitado descansa sobre una piedra en el camino, da sus primeros pasos hacia el mundo de los sueños, anhela un cuerpo. Poco a poco su sueño en el sueño se hace realidad. Él se piensa como hombre y aquella nueva vida se torna carne de mujer. La cabeza del decapitado estancia en otra semblanza, se ruboriza ante su desnudez. El resto del cuerpo, de la cabeza del decapitado, se puso la cabeza de una mujer decapitada. Ahora la cabeza de la mujer decapitada se mira en el espejo, se asombra de pertenecer a alguien.
Reflexión en la parroquia San José:
Venero el transcurso de la raíz al fruto, el zumo de naranja en la jornada, el ramaje que cruje con el peso de los días. Mi oración es agradecimiento al pasto y al bramido, al repartidor de ilusiones, a la mujer que tizna la mañana y le provee al hogar la composición musical del aluminio. Mi oración es mirada de asombro ante el instante. Por mis venas corre clorofila, aroma de la encina. Cuando pienso en un ser sublime espumo consonantes y vocales, trasboco todo cuanto pontifica lo invisible. Venero la hora precisa de la cáscara y el desliz en lo antros. Venero las lágrimas encebolladas en el humilde que sufre, al caballo solitario y a quien libra la batalla por el silencio. Venero el perro cuando se posa a escuchar el canto de la lluvia. Venero y bailo la vida alrededor de mis manos, cuando son tazón donde cabe el mar, el mar o la luz creciente o la sombra del universo o un rostro para el beso. Beso, manantial que ofrece su espíritu de almendra suave a labios sedientos. Venero la sed y el nacimiento a las 2.55 de un amanecer oculto.
La tarde ahora trasluce el rostro…
La tarde está construida de la ventana donde una mujer observa la calle por donde pasa un hombre con silueta de ánima bendita. Es el mismo hombre que un día de tiempos lejanos se dejó amar por aquella mujer de la ventana en que está hecha la tarde. De Dios está tejida la tarde en que un hombre se pudre sobre el tejado del pueblo de los fantasmas. En la tarde maduran los años de un anciano que junto a los árboles enraíza el recuerdo del primer acento que lo incitó a recorrer la columna desnuda de una doncella que con su lascivia conquistó sus manos de alabastro. La tarde está creada de todas las fábulas de hoy del jueves del martes de nunca llegar. La tarde ahora trasluce el rostro vivo que el dolor de la mujer peregrina desde la ventana hasta la calle empedrada observa en pasos inocentes de la nada. Hoy es el día en que los muertos preguntan por ella. La de los ojos perfilados en el verde en que las hojas de eucalipto salmodian el grito de angustia cuando el verano repica en la tarde. Tarde del tercer canto. Tarde azul. Tarde verde. Tarde de la amada. Tarde espectral. Tarde que deja de acontecer
Tarde de la hostia desde el umbral donde el cancerbero gruñe al ángel que cuida la tarde de la tarde. La vela en el candelabro se enciende mientras la tarde apaga la tarde.