Todo comenzó como algo ajeno, como algo que siendo de otros no nos puede tocar. La noticia se mezclaba con los chismes del día o con la cotidiana violencia a la que nos acostumbramos. Por eso no fue difícil la indiferencia, esa sensación que nos dice que algo está pasando pero que alguien más lo tendrá que arreglar. Después supimos que la enfermedad había llegado a Europa y comenzaba a azolar sus centros cosmopolitas. De nada valió el cierre de las ciudades o la prohibición de viajar: la aldea global se convirtió a la postre en el mejor caldo de cultivo para la muerte que vendría y también para el miedo. A continuación contemplamos los féretros embalados en camiones militares, las fosas interminables de Nueva York y los cadáveres pudriéndose en las calles de Guayaquil.
A veinte años de comenzar este siglo el COVID-19 se enseñoreaba como el primer fenómeno global desde el fin de la Guerra fría: una infección sin control, una peste, una pandemia.
Los primeros días fue una locura de verdad. La gente compró todo el papel higiénico que pudo y eso hacía reír un montón. Pero también se llevaron la leche, los enlatados, los granos, las harinas y cualquier cosa que pareciera que iba a escasear o acabarse. Vea, fue como en las películas de zombis donde todo el mundo se vuelve loco e intenta salvarse como pueda. En el supermercado donde trabajo las filas se extendían hasta cinco o seis cuadras y para el primer fin de semana ya uno veía las estanterías vacías.
Yo me asusté mucho porque la quincena estaba lejos. A diferencia de las personas que atiendo todos los días, no tengo ahorros que se digan significativos. Creo que quienes no vivimos la guerra en carne propia le tenemos mucho miedo al hambre. Uno veía pasar gente mayor contando las monedas para pagar un paquete de arroz o unas latas de atún. Yo me sentía culpable pero también impotente. Todavía pienso que uno está parado al borde de un abismo y que una cosa como esta sacude el mundo para dejarnos ver lo frágiles que somos.
A mí me echaron con la primera oleada (así le llamamos a los que perdieron su trabajo en los primeros quince días), y aunque antes había enfrentado el desempleo esta vez la cosa era más dura. Mis amigas me decían que estaban aguardando la quincena o que les definieran algo y por la voz se les adivinaba el terror. Después todas quedamos igual: sin trabajo y en muchos casos respondiendo solas por la familia completa. Pasados veinte días ya no tenía a nadie a quien acudir, mis conocidos a duras penas sobrevivían. Al fin vencida puse una bandera roja en la ventana esperando que tal vez el gobierno o la alcaldía nos asignaran alguna ayuda. Pero nada, lo que nos dijeron es que no salíamos en listas.
Banderas rojas por todas partes, era desesperante salir de la casa y ver esos benditos trapos pegados en las ventanas. Con los vecinos y algunos de los líderes del barrio decidimos salir a protestar. Y no, lo que nos mandaron fue la policía a darnos garrote. La alcaldesa decía que era una mentira para desprestigiar su gobierno que apenas comenzaba… y claro no tener con qué comer o pagar arriendo es una forma que tenemos los pobres para dañar la imagen de los políticos. A mí me llevaron a la estación de policía y me preguntaron si yo era desmovilizada de las FARC o militante de la izquierda… lo único que les dije es que soy militante de mi familia.
Yo no quiero que me saquen por televisión o que el alcalde me dé una medalla. Siempre me han mirado como un delincuente, yo me doy cuenta. Lo que queremos con mis parceros es darle a la gente una ayuda, no mucho porque no tenemos millonadas. Una panela, unas bolsas de arroz o algo para que no pasen el día en blanco.
Uno no sabía que pensar… cada quien decía una cosa diferente y salía con informaciones sacadas no se sabe de dónde. Yo me la he rebuscado en la calle desde hace casi seis años cuando ya por la edad me fue imposible conseguir trabajo. Lo último que vendí fue incienso y bolsas para la basura. Ese domingo me di cuenta que las cosas no estaban bien… estaban mal como siempre pero de otra manera. En un restaurante me compraron algunas bolsas y me dieron monedas. La gente me miraba con lástima, como si supiera que me iba a morir rápido. Al fin salí a un parque y me puse a llorar… esto es muy berraco.
No aparezco en las listas del gobierno nacional, ni en las de la alcaldía y mucho menos en las de ayudas a la tercera edad. Eso sí siempre he estado en las de votaciones y creo que incluso voy a figurar todavía cuando me muera, eligiendo algún politiquero. Ahora estoy vendiendo tapabocas y pañitos. Si le soy franco me da miedo salir a la calle y arriesgarme, pero los pobres no tenemos alternativa. Si no salgo no como y punto.
Para mí la calle es un lugar de peligro pero principalmente de trabajo. Lejos de los grandes locales de prostitución donde quien te explota pone protección a su negocio. Salir es arriesgarse a una agresión o a la muerte. Ahora con el virus no es diferente.
Y es que el aislamiento no es igual para todos. La cultura de la banalidad lo convierte en un espectáculo donde estrellas de cine dan recetas para salir de la rutina, formulas infalibles para bajar de peso o terapias para enfrentar el estrés por encontrarse de este lado de la puerta. Un mundo ya habituado a interactuar por redes sociales ha transformado el sufrimiento de los otros el tema del día o el #Hashtag para figurar en una tendencia. Lo que mueren son los otros. Otro es encerrado en un sótano con apenas comida a cambio de cuidar un edificio y no perder su empleo. Otro debe recorrer kilómetros para acceder a internet y poder estudiar. Otro es quien deambula en las calles sin el privilegio de quedarse en casa. Y ese otro somos todos, quienes podremos construir un mundo mejor a partir de las ruinas y de la esperanza.