La región Caribe siempre ha sido un fortín electoral para los partidos tradicionales, para quienes los siete departamentos (Atlántico, Bolívar, Cesar, Córdoba, Magdalena, la Guajira y Sucre) representan más del 21% del potencial electoral del país y cerca del 25% de los sufragantes que en promedio acuden a las urnas cada cuatro años. Es evidente que los más de tres millones y medio de votos que el Caribe coloca en promedio en los escrutinios han convertido a la costa en un terreno en disputa para los poderes nacionales y locales, fomentando una competencia descarnada entre barones electorales por el aseguramiento de sus electores llevando al ejercicio de la política regional a descomponerse bajo una dinámica de mercado en la que los votos se cotizan al alza con cada llamado a las urnas.
Los principales afectados de este proceso de descomposición del sistema de democracia representativa son justamente los ciudadanos de la región Caribe, quienes se convierten bajo esta lógica en un simple número dentro de las estadísticas del cálculo electoral de los partidos tradicionales, y no en un sujeto activo de la política que ejerce su decisión a través del voto (por muy efímero que este resulte en el resultado general de la votación). Por ende, el voto programático es un mecanismo extinto en la región. El resultado final del proceso de elección no representa entonces la opción política de los votantes de la región sino la consecuencia del nivel de inversión y maquinaria electoral movilizada el día de la votación.
Esto permite explicar la permanencia indefinida de apellidos como Gerlein y Name en el congreso, la inestabilidad política de departamentos como la Guajira cuyos gobernadores en estas últimas dos décadas desfilan por menos de dos años en sus cargos antes de terminar destituidos y/o en los pabellones de la picota. Mientras Gnecco y Char posan como señores feudales en Cesar y Barranquilla, combinando con efectividad el poder económico y político con la mafia para garantizar su hegemonía local. Además del sin número de nombres emergentes, como los gatos y ñoños, que hacen del escenario político regional una disputa de pandillas con territorios delimitados pero con constantes tensiones que han sumergido a la región en el subdesarrollo y el atraso social.
Hasta el día de hoy no ha sido posible que un proyecto alternativo tenga la capacidad de romper con esta lógica perversa de la política en la región, que permita saltar de la crítica contemplativa a ser una opción real de poder a favor de los intereses de los más pobres y excluidos de la región (que para las maquinas electorales no son más que votos), permitiendo dignificar no solo el ejercicio político en el norte del país, sino la existencia misma de las personas en una de las regiones que pese a ser eje fundamental del crecimiento económico del país, posee grandes problemas sociales fruto de la pobreza extrema, la desigualdad, la corrupción y la depredación del medio ambiente.
El tránsito que las FARC dieron de guerrilla a partido político legal, implica para ellas el reto de enfrentar a los mismos enemigos de siempre, pero esta vez bajo unas reglas del juego que no están muy claras, no solo por la falta de una normatividad que permita un sistema electoral transparente, sino porque el ejercicio práctico de la política se encuentra en descomposición tras la profundización de los intereses más viscerales de las familias tradicionales del caribe. Hoy el trabajo de la Fuerza Alternativa Revolucionaria de Común no es salvar de la descomposición al sistema político de la región, es demostrarle a la gente la inviabilidad del mismo, y la opción real de construir en la región un nuevo poder que surja de las cenizas del viejo y putrefacto esquema de la democracia representativa mercantil.