De nariz respingada y falda planchada y corta, se presentan en el lugar de la noticia que por lo general es un hombre panzón y con pelos en las narices al que llaman Doctor. La verdad sale de los labios del político del turno sin filtro ni cuestionamientos. Ellas no tienen la culpa, ellas no piensan, solo reciben órdenes.
A veces, cuando las fuentes las invitan a comer, se ponen su mejor vestido y compran una cartera dorada de riatas de hierro y estrenan unos zapatos de tacón. El vino y la comida abundan en la mesa, a la reportera no le interesa que el congresista y el senador paguen una cena de cinco ceros con el dinero del ciudadano, ella no está ahí para hacerse preguntas, su inteligencia y su conciencia están apagadas, lo que importa es obedecer y de pronto, a cambio de algún favor, recibir algún mendrugo que le vote de su mesa el poderoso.
Ellos tampoco descuidan su apariencia. La gomina barata sostienen las tres mechas que componen la triste imitación de un peinado tipo Beto Cuevas. El saco y la corbata gruesa y tosca, tipo el Chinche, le dan más una apariencia de tinterillo al mísero reportero. Alguno puede contar que el representante yonosequé lo montó en la parte de atrás de la camioneta y lo llevó a un prostíbulo en donde lo trataban como a un duque. A cambio de una borrachera y dos polvos uno puede hablar bien de un narcotraficante que oficia desde el Congreso. No hay arrepentimientos ni llamados a la conciencia: un reportero de televisión por lo general es frío y despiadado. El corazón y el cerebro lo llevan en la billetera.
Serían simpáticos, si no fueran tan altaneros, tan igualados. Por una chiva le entregarían su familia a la Gestapo. Llegar primero es lo más importante. Si le das la mano antes que nadie al Doc, los otros, los que llegan detrás, se morirán de envidia. Tendrán por unas semanas el poder, deberán aprovechar su cuarto de hora. Mientras unos pocos estudian, leen y se preparan, los otros, los que triunfan, hacen extrañas alianzas que muchas veces terminan traducidos en un buen fajo de billetes, en una palmada en la espalda, o en una noche de placer en el mejor hotel de la ciudad.
Así empezó más de una bonita. Escalando como las arribistas que son, escalando hasta que no quede más montaña y puedan ver desde la cima el cielo sin nubes. Y llegan a ser directoras de canales y por un momento un asesor les ordena dejar de ser tan lobas y se ponen una falda que les cubre las rodillas y el dorado y el hierro se vuelven menos visibles en su indumentaria. Ya transformadas en altas ejecutivas cumplen con el aburrido ritual de aparentar ser cultas yendo a la ópera o viendo todas esas películas en blanco y negro. Incluso algunas de ellas contratan a un grupo de muchachos, aprendices estudiantes de literatura, para que oficien de escritores fantasmas y les hagan un libro. Ya llegará el tiempo de sembrar un árbol y de tener hijos.
Las que se quedan en el camino a la ascensión irremediablemente caerán en el abismo del desprecio y del olvido. Llevarán de un lado para otro sus currículos repletos de nada, de mentiras, de favores, de mierda. Creerán que por el título son periodistas y que algún medio estará dispuesto a contratarlas para llevar los ladrillos. El fracaso para estos seres es más lapidario que para cualquier ciudadano del común. Sabrán que desde arriba, los que pudieron subir, se reirán de su desgracia. Para colmo de males la carne, que alguna vez estuvo firme y provocativa, empezará a podrirse, al igual que su piel.
Serían solo simpáticas muchachas bonitas si no fuera porque andan con el poder que les da meterse cada noche en el cuarto de los colombianos, a inocularles en el inconsciente la mentira del día.
El grado de mediocridad, oportunismo y maldad que conlleva el periodismo televisivo exige, con urgencia, una nueva ley de medios. La libertad de expresión en Colombia es solo un espejismo, la prueba de ello está en el analfabetismo cultural y el ancestral arribismo en el que viven ahogados nuestros reporteros. Qué pena con ellos, pero cada vez son más raras las excepciones. Yo los he visto mentir en el túnel de La Línea, los he visto reírse de las desgracias de las víctimas afuera de los congresos, los he visto borrachos con el político que quiere lavar su imagen.
No les crean a ninguno y cada vez que alguno de sus horribles rostros salga en su televisor, ciérrenles la puerta en la cara cambiando de canal. Estamos en sus manos y necesitamos liberarnos. Una ley de medios nos quitaría esa costra infesta que deja en nuestras conciencias la descarada desinformación que emiten cada día nuestros noticieros.