El 21N de iniciativa sindical se convirtió en el día D de la movilización popular más significativa del siglo XXI, en que la gente en las calles comienza a inclinarse por querer terminarlo con la caída del régimen en el poder. Con características similares ocurrió el 14 de septiembre de 1977 (14S), convocado como “paro cívico nacional” por las cuatro centrales obreras de la época. Para la memoria colectiva fue la mejor lección de unidad y movilización del fin del siglo XX. El 14S reclamaba por salarios justos, congelación de la canasta familiar, reapertura y desmilitarización de las universidades públicas y suspensión del estado de sitio. Las elites vieron amenazado su statu quo, privilegios y rentas y activaron los mecanismos de violencia brutal, descomunal, indolente y criminal sobre la movilización. En horas previas el gobierno limitó el derecho a protestar y reunirse, amenazó con cárcel a los activistas y emitió prohibiciones de todo tipo. La gente desobedeció. Retó al gobierno que controló la información, silenció, desinformó, incitó al pánico. Al final se contaron 33 muertos, 3000 heridos, por encima de 4000 detenidos y el estreno del abominable crimen de la desaparición forzada de opositores y adversarios. El capítulo de la verdad sobre el 14S todavía está incompleto.
Un año después (1978) las jugadas del poder hegemónico se juntaron en el Estatuto de Seguridad, que permitió inclusive el juzgamiento de civiles por militares y se volvió cotidiana la tortura y la persecución, hasta cerrar ese capítulo con la constituyente de 1991. La Revista Alternativa de la época escribió que “los vivas enardecidos y espontáneos del pueblo pauperizado expresaron su rechazo a la explotación del capital; las mujeres, los niños y los adolescentes sentaron su protesta especialmente energúmena contra la miseria creciente; los choferes y taxistas se sumaron a la paralización del transporte. Los comités de barrios organizaron barricadas y brigadas que bloquearon efectivamente el tránsito de buses y de automóviles, garantizando el éxito del paro”, lo que había empezado como un paro de la clase obrera terminó en un motín nacional que dejó profundas huellas de cambio, aunque el presidente obstinado repetía que “el paro laboral había sido un rotundo fracaso”.
El 21N de 2019, llega en el contexto de una américa convulsa, en el que el gobierno colombiano ha jugado el papel de pésimo amigo, desconfiable socio y mal vecino. Su obsesión por desestabilizar gobiernos, aplaudir golpes de estado, apoyar bloqueos y respaldar afuera lo que condena adentro, lo tiene desgastado, débil. Ha creado incertidumbres que la movilización sabrá aprovechar con el acumulado de experiencias próximas de las movilizaciones estudiantiles de 2011 continuadas en 2018 en defensa de la universidad pública; los levantamientos indígenas de la Minga en defensa de territorio, autonomía y cultura; el paro campesino que cambió el horizonte de luchas por la tierra y; el reclamo global por las equivocadas decisiones del gobierno que prefirió el retorno a la barbarie, antes que promover e impulsar los acuerdos de paz firmados, que literalmente todo el mundo reconoce, menos el partido de gobierno y su socio principal, el capital.
La tragedia real del país, sin eco y más bien desprecio del poder, sirve de base al 21N, que con multitudinarias y crecientes manifestaciones solidifica su permanencia en las calles y hace confluir la inconformidad en la idea de hacer caer el régimen y sacar del gobierno al partido liderado por el expresidente Uribe, señalado de promover la violencia como herramienta de saboteo y distorsión de la movilización, atacada con arremetidas brutales sobre los manifestantes y la generación de pánico y caos en las ciudades, que podrán ser útiles para entorpecer la continuidad del juicio penal en su contra y de su hermano Santiago. El gobierno y en particular el presidente parece quedarse solo en esta coyuntura, aprobando medidas ineficaces y autoritarias como el toque de queda y la amenaza de estado de sitio, quizá porque por confusión o desesperación busca abrigo en las fuerzas militares (que tampoco son sus mejores aliadas, porque lo son de Uribe, no del gobernante) que lo empujan a negarse a entender que el 21N ni es un asunto de menor importancia, ni ha terminado, ni es una suma simple de minorías, sino una identidad colectiva, difícil de destruir atacándola con la fuerza o reduciéndola a conversar por sectores aislados o pretender acuerdos cuando está rota la confianza y credibilidad.
La respuesta de una “conversación nacional”, aunque pueda tener similitudes al diálogo nacional propuesto por Jaime Bateman en 1984 o la Convención Nacional del ELN de 1998, no corresponde a las demandas del 21N y más bien refleja afán por dilatar y apaciguar la efervescencia popular, cuya potencia ya representa una amenaza real, tanto para la gobernabilidad del partido uribista en el poder, como para la continuidad de las políticas neoliberales basadas en especulación, consumismo y destrucción de garantías a derechos. El 21N espera que el gobierno desista de su pretensión de fragmentar la movilización por vía de mesas y temas sectoriales con presencia o conducción de la misma clase política representada en los partidos tradicionales de origen liberal-conservador, para los que hay hastío y que serían beneficiarios de la “conversación nacional” cobijada con la premisa dilatoria y de distorsión de que “vengan todos para que nadie quepa”. Las demandas del 21N son de origen económico y social y no se resuelven con meros acuerdos políticos y el gobierno está frente al más grande reto de cambiar para quedarse con legitimidad o irse del poder.
La gente del 21N pide reformas estructurales y hace presentir que no se irá de las calles con la promesa de ajustes a los programas del gobierno. La nueva demanda que coge vuelo es el pedido de renuncia del presidente y la salida del poder del partido uribista de gobierno, por su concepción antipopular del poder y sus técnicas señaladas de corruptas y contrarias a la paz, a los derechos y a la vida digna. El mensaje del 21N es a prepararse para corregir y reconstruir el ejercicio del poder y las políticas públicas, incorporando las demandas sociales y económicas de las mayorías nacionales, que son las cuatro quintas partes de la población, ajenas al poder y que reclaman vivir con dignidad.