El mismo Ronaldinho lo pidió. René Higuita caminó toda la cancha del Vicente Calderón. Era el mismo, sólo que tenía una barriga prominente. La gente lo aclamaba. El loco tomó la pelota, la puso en el punto blanco del penal, pateó y fue gol. En ese partido de despedida del Vicente Calderón quedó claro que nuestro René es un ídolo inmortal. Su jugada, la del escorpión, quedará como una de las mejores de todos los tiempos.
Gracias a su espectacular temporada 1994-1995 James Redknapp un implacable y joven delantero del Liverpool fue convocado por primera vez para jugar con la selección de Inglaterra. El partido se jugaría en Wembley, la catedral del fútbol y el rival sería Colombia. El artillero no se imaginaba que justo en su debut con la camiseta inglesa iría a protagonizar una jugada legendaria.
Corría el minuto 22 del primer tiempo, los dos equipos aburrían a rabiar a los pocos aficionados que habían asistido al estadio. La pelota llega a los pies de Redknapp y este hace un tirito al arco, fue tan deficiente el remate que nunca supimos si su intención era hacer un disparo frontal o tirar el centro, el punto es que el arquero visitante, un tal René Higuita, miró de reojo al juez de línea y se dio cuenta de que había levantado la bandera marcando el fuera del lugar.
Con la misma astucia con la que logró burlar una infancia llena de privaciones, de amigos asesinados o que forzados por las circunstancias se convirtieron en asesinos, de allegados que huían de la miseria fumando bazuco o destruyéndose a punta de aguardiente en las esquinas de Castilla, el barrio de la comuna nororiental donde nació, se dio cuenta que la jugada estaba invalidada y entonces… se tiró a volar, estiró su cuerpo para adelante, abrió sus manos, arqueó el torso y suspendido en el aire logró rechazar el balón con los tacones de sus guayos. La jugada la repetía una y otra vez en cada entrenamiento, incluso la hizo popular en el recordado comercial de Frutiño, pero hacerla en Wembley, ante la atenta mirada de millones espectadores alrededor del mundo escapaba a cualquier lógica futbolística. El arquero paisa le llamaba a esa extraña y hermosa jugada El escorpión.
La reacción del golero fue la misma que puede tener un niño al cometer una travesura: se limpió las rodillas y luego sonrió. Esa noche sólo se estaba divirtiendo jugando al fútbol. Era la manera en la que se ganaba la vida.
Redknapp jugaría otros 17 partidos con la selección inglesa convirtiendo un gol que nadie recuerda. Su jugada más famosa fue un tirito al arco que más bien parecía un centro, gracias a la espontaneidad de un genio su disparo pasó a formar parte de la historia del fútbol.
En 1995 el loco, como lo denominaron por ese estilo suyo de defender el arco saliendo con la pelota dominada, convirtiéndose de acuerdo a como lo exigiera el partido en un quinto defensa, tenía 29 años y atravesaba por su última gran temporada. Ese año él solito eliminó al River Plate de Ramón Díaz en semifinales de Copa Libertadores marcándole un gol de tiro a libre a Burgos en Medellín y tapando de todo, incluso, el penal decisivo en el partido de vuelta jugado en el Monumental de Núñez. Sus reflejos también fueron decisivos para que Colombia eliminara a Paraguay en cuartos de Final de la Copa América y ahora salía esta jugada de otro planeta, una jugada que volvió a reivindicar al fútbol con el espectáculo en esos oscuros años noventa en donde las tácticas férreas parecían haberse llevado para siempre la diversión que conlleva tener una pelota en los pies.
Los ingleses que esa noche rieron y aplaudieron el Escorpión no sospechaban que ese hombre de peinado estrafalario y buzos multicolores se estaba derrumbando. Unos días antes del encuentro que jugaron los dirigidos por Hernán Darío “El Bolillo” Gómez en Londres, René había vuelto a frecuentar las ollas en donde encontraba el antídoto a todo el dolor represado en el alma. Sus allegados afirman que en la época de oro del Atlético Nacional a finales de los ochenta, el propio entrenador del conjunto verdolaga, Francisco Maturana, sacaba a su pupilo de las ollas en donde se sentía más cómodo, en donde no era juzgado.
Así y todo, reventado por culpa del ladrillo molido y del diablo rojo que en forma de humo entraba en su cuerpo, René era de lejos el mejor de su equipo en el torneo colombiano de 1987. Jugaban contra el Atlético Junior un partido decisivo en su propio patio. Nacional necesitaba ganar, iban empatados y faltaba poco para finalizar el partido. Junior atacaba, la pelota había quedado flotando cerca del arco verdolaga, Higuita salió del área y en vez de rechazar el balón salió jugando, eludió a uno, a dos jugadores de la escuadra tiburona, se dio cuenta de que habían quedado mal parados así que decidió seguir. Cuando se dio cuenta ya estaba frente al arquero rival, iba a disparar, iba a marcar el gol más impresionante que hubiera visto estadio alguno cuando un defensa barranquillero le cometió falta. El árbitro no cobró la pena máxima y Atlético Nacional se quedó ese año sin estrella. Cuentan que la noche anterior al partido René se había volado de la concentración para irse a uno de esos huecos en donde él recordaba a punta de pipas de aluminio que no era más que un jovencito confundido, que no entendía muy bien cómo era eso del estrellato, de que la gente gritara cuando la viera, de que despertara la pasión de cincuenta mil personas en un estadio.
Qué clase de jugador sería si hubiera entrenado con disciplina, si entendiera que el fútbol no es solo un juego, una diversión sino una responsabilidad, un trabajo en donde hay que cuidarse, en donde cualquier lesión podría costar su futuro, el futuro de su familia y hasta de un país. De pronto el loco hubiera durado más años en la cúspide del fútbol pero sin duda que no tendría el mismo desparpajo con el que salía a cortar los avances de Klinsman y Rudi Voeller, los dos panzers que comandaban el ataque alemán en el mundial de Italia, no tendría la valentía de tapar cuatro penales en la final de la Copa Libertadores de 1989 y sobre todo no se le hubiera ocurrido hacer El Escorpión en Wembley ante los mismísimos creadores del fútbol.
Higuita nunca tuvo los reflejos de Fillol ni la pinta de Falcioni. Medía apenas un metro setenta y cuatro y no sabía armar una barrera. ¿Cuántos partidos no perdió Higuita por goles de tiro libres? El gol de Alberigo Evani en el segundo tiempo suplementario de la copa intercontinental de clubes fue el que más dolió. Faltaban pocos segundos para acabarse el partido y René en la definición desde el tiro penal era implacable. Contrarrestaba los centímetros que le faltaban de estatura adelantándose ilegalmente un metro de la línea de gol. Los delanteros le temían. La barrera le estorbaba, si fuera por él que el delantero pateara desde donde le diera la gana, que se lo pusiera en un ángulo que él allí llegaría, pero que por favor no le pongan la barrera, que eso estorba, que eso es muy incómodo. En ese diciembre de 1989 en Tokio tampoco supo armar una barrera.
Ni hablar de la tarde infame en Nápoles. Nunca había fallado desde que era profesional y tuvo que hacerlo justo en un mundial, en octavos de final contra Camerún cuando después de una devolución inapropiada de Perea el todopoderoso René perdía la pelota en medio del campo y Roger Milla acabó con la ilusión de un país. El loco también era humano y por eso es que lo queríamos tanto. Por eso lo amamos y lo recordamos tanto.
Hubo un momento entre 1987 y 1995 que tener a Higuita en el arco de la selección era garantía de triunfo. Nadie como él para achicarle el ángulo a un delantero, para anticiparse a una jugada, para leer un partido desde atrás. Qué potencia de piernas tenía, qué manejo de balón, qué inteligencia a la hora de ganar una pelota dividida. Porque cada vez que salió de su área sin importar que al frente tuviera a Gary Lineker, Maradona o Careca René ganaba siempre.
El jugador colombiano ha cambiado mucho. Ahora están más estructurados y desde las escuelas de fútbol se les obliga a que vayan al colegio a que sean los mejores estudiantes. Ni Ospina, ni James, Falcao o Guarín serán protagonistas de algún escándalo. Ya no hay irresponsables como René que eludían un entrenamiento para sumergirse en el infierno de una olla, agazapado entre el humo, chamuscado en el olor del aluminio quemándose. Ya no hay locos como René, los arqueros simplemente atajan y son cada vez más altos, bonitos y seguros. Si no saben armar una barrera entonces ¿Para qué se metieron de arqueros?
Desde que se retiró de la selección Colombia estamos más tranquilos, ya no sufrimos tanto. A veces, sólo a veces cuando vemos sus jugadas en Youtube nos acordamos de sus genialidades, de lo distintos que eran los partidos cuando él estaba en la cancha, de todos los juegos que el ganó solo, de cuando supo mantener el celo en Tel aviv dándonos la clasificación a un mundial después de 28 años, o de la fría noche bogotana en que detuvo una y otra vez los penales en la final de la libertadores hasta que por fin le dio al país la primera copa continental de su historia. Todos los recuerdos llegan y nos damos cuenta de que no habrá nadie más como él y entonces somos nosotros, los mediocres, los que no seremos recordados, los que nunca ganamos nada, los que le damos las gracias a René Higuita por habernos dado las pocas alegrías que un ciudadano común y corriente puede tener en su aburrida y monótona vida.