Bueno, hay varios momentos políticos para recordar. Como esas horas en que mi padre, un campesino desterrado por la violencia, me azuzaba a que yo fuera como él y también como mi abuelo: puto, liberal y macho. Esas eran las tres varitas mágicas de los desterrados de mitad del siglo pasado. Asimismo, vale la pena traer a la memoria mis discursos en los barrios paupérrimos. Pichón de orador con arengas, seguro tomadas del aire, en mi adolescencia de militante anapista. Me hubiera hecho matar por el socialismo a la colombiana de la Capitana, aunque me aculillé cuando algunos pocos militantes de ese grupo, que curiosamente se llamaban Mayorías, se fueron a la guerra bajo la consigna: ¡con María Eugenia, con las armas al poder! Hoy, sin embargo, están ad portas del poder sin María Eugenia y sin las armas.
Al poco tiempo, remembro ahora, los estudios marxistas con el flaco Alberto después de las clases de Derecho Penal que impartía Jaime Pardo Leal en la Universidad Nacional. Qué religiosos nos comportábamos leyendo a Lenin y su Estado y la revolución. Ah, cómo olvidar la frase con la cual abre El 18 brumario de Luis Bonaparte. "La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa". Después de un par de noches en vela tratando de descifrar qué era lo que quería dar a entender Carlos Marx con esa sentencia, me resigné a nunca entenderla. Creo que en cambio me convertí en un chino del montón al leer sobre la teoría y la práctica de Mao, el gran timonel. Eso de que hay que morder una manzana para saber qué es una manzana, me llamaba la atención. Al fin y al cabo, por esos días andaba amarillo por el hambre que padecía y las manzanas, sobre todo las chilenas, eran lujosos regalos de visita para los enfermos.
Cómo no recordar en esta hora de zurda nostalgia ese momento de algarabía que sentí en el Primer Paro Cívico Nacional en el sur de Bogotá. Sí, un revolucionario debe sentirse en las protestas como un pez en el agua. Lo que nunca nadie me aclaró es que el agua se vuelve hielo cuando los manifestantes son perforados por poderosos plomos destinados para guerras superiores. Quiero decir guerras de soberanía y no batallas donde el adversario tiene por arma solo una tachuela hecha en casa. Recuerdo, como si fuera hoy, la cara de beodo del presidente de ese entonces cuando leyó su mensaje a la nación agradeciendo a las fuerzas militares por haber aplacado a punta de metralleta la ira popular. Una cuarentena de muertos cuyos nombres han sido cubiertos por el polvo del olvido. En ninguna escuela y menos en universidad alguna se hable de los dos días septembrinos de 1977 que estremecieron a Colombia.
Como sea y para volver a mis rieles, en un momento de debilidad ideológica quise pasarme a las huestes de los que pregonaban la consigna de la tierra sin patronos. Ah troskistas aquellos en cuyas filas militaban las mujeres más bellas de Colombia. Bellas y sin complicaciones y eso me hacía pensar en la primera varita de los desterrados. Fue por esos días en que el capitán Pacheco, juicioso estudiante de leyes y compañero de clase, me salvó de una tunda salvaje la noche en que caí preso por pintar "¡Qué viva la revolución!" en los muros abandonados de Bogotá. Eran aquellos días en que los subversivos aún no eran llevados con los ojos vendados a las salas de tortura de la Brigada de Institutos Militares.
La horrible noche turbayista aún no había caído. Sin embargo, tampoco me salvé de caer en aquellas mazmorras olorosas a estiércol de caballo. Vivo me llevaron allí y de allí vivo me soltaron. Eso sí, con una piedra en la mano con la cual empezaría a levantar el culebrero camino del destierro. Porque quiérase o no, el destierro se hereda. Fue así como una noche de mayo, que al decir verdad era de día, aterricé en un pueblito de Suecia. Algo parecido al fin del mundo. Llegué derrotado, con un enorme vacío nihilista, pensando en que Montaigne tenía razón al considerar que el hombre es una cosa vana, variable y ondeante. Enhorabuena me sobrepuse al hastío.
Un lustro más tarde, y cuando ya tartamudeaba algunas palabras en sueco, fui invitado al último congreso del Partido Comunista de Suecia en la ciudad de Gotemburgo. Otros vientos políticos soplaban por el mundo y el partido ya no quería seguir siendo comunista. Solo de izquierda. Un grupo pequeño de camaradas se opuso al cambio de nombre. Yo que siempre he pertenecido a los perdedores, también me opuse. Hasta grité airosamente en mi idioma materno, ¡De pie o muerto pero nunca mamerto! Nadie entendió, pero todos aplaudieron mi grito veintejuliero por pura solidaridad internacional. Bueno, si eso mismo gritara yo ahora en Colombia, nadie me entendería porque ,al parecer, la palabra mamerto ha tomado otro rumbo. Otro valor como si estuviera en la bolsa de valores de Nueva York.
En fin, la caída del muro de Berlín y el último congreso del Partido Comunista de Suecia asfaltaron el camino por donde se echaría a rodar la carreta de mi desencanto político. Considero que mi paso camaleónico por las organizaciones políticas solo me ha servido para aprender a pulir versos. Por eso quise hacerles un soneto endecasílabo a los vándalos de estos días en Colombia. Me parece que cada panclasta de esos tiene derecho a creer que es la chispa que incendiará la pradera. Pero no pude, no pude de puro dolor al conocer la cifra de muertos del pueblo que arrojó la vibrante manifestación que tumbó la miserable reforma tributaria.
* Colombiano residente en Suecia.