Ciertas son las enormes dificultades de la escolaridad de los/as niños/as en casa. Todos los miembros de la familia están afectados. Algunos de ellos al borde de la desesperación, porque los padres de familia no saben qué hacer, ni cómo cumplir el rol de maestros, o cómo acompañar y estimular permanentemente el trabajo escolar, especialmente en los niños pequeños con sus “tareas virtuales”, además de atender las propias cosas y sus muchos compromisos −comprimidos estos al extremo por la repentina irrupción escolar en casa y la abrumadora demanda de atención que requiere la bioseguridad doméstica−. Esto con quienes tienen acceso a internet de calidad (50%). ¡Es una locura! Junto con los/as trabajadores/as de la salud, los/as maestros/as mismos/as son quizás el gremio de profesionales más agobiado y exigido del momento (Las2Orillas, 4-feb-2021). Y no es difícil entender que esa desesperación podría encontrar un alivio inmenso para todos, si los/as hijos/as volvieran al colegio. Surge entonces la pregunta inevitable de qué depende empezar a resolver esta situación y de cuándo deberían regresar con suficiente seguridad los/as menores a las aulas.
La mesa de expertos que está promoviendo la Campaña para que los niños regresen a clases presenciales (El Tiempo, 22 de enero 2021) manifiesta que “se está viviendo una tragedia silenciosa con consecuencias en el corto y largo plazo (…); una tragedia con todas sus consecuencias, no solo en el tema educativo, sino en el económico, el de la salud mental y el desarrollo del país (…) por varias razones. Por un lado, porque la mayoría de los niños colombianos no cuenta con una buena conectividad que les permita el acceso a las clases virtuales. Por otro lado, está el hecho de que los profesores no estaban capacitados para dictar clases virtuales.”
La primera impresión que produce esta conclusión es la alta responsabilidad gubernamental y administrativa en ello. Pero antes de referirme a este importante y decisivo aspecto, encuentro pertinente abordar la reflexión sobre tan complejo y delicado problema desde otro lugar, poco o nada tenido en cuenta: la naturaleza de la infancia, bajo una perspectiva ética y pedagógica, asumiendo el significado que Rousseau le asigna a “naturaleza”, con el que se refiere no sólo al entorno socio ambiental y biológico del infante sino a la esencia de lo que es (J. Palacios, 1997), a su ser, a las características de las diferentes etapas de su desarrollo, a las bases de su personalidad, y también a los derechos humanos de la infancia que se fundamentan en la Convención Sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (22/11/1989), suscrita en Colombia donde tales derechos “prevalecen sobre los derechos de los demás” (Art 44, CPC/1991).
La educación requiere con urgencia modificaciones sustanciales y esta es una extraordinaria oportunidad para hacerlo. ¿Ha tenido la institucionalidad educativa colombiana, por ejemplo, el cuidado y la atención de acudir a los estudiantes en general para su diseño curricular?, ¿para incorporar en sus programas los modelos del trabajo en equipo, del espíritu de cooperación y la solidaridad?, y ¿acaso a ocuparse de las demandas dirigidas a atender las exigencias que les impondrá el mundo? ¡Claro que no! Solo en el papel (Ley 115/94; Decreto 1860/94). A eso los adultos le tenemos miedo. A esa alternativa le sentimos gran desconfianza porque de implementarse, las bases sobre las cuales se sustentan nuestras seguridades se tambalearían y probablemente tendríamos que moverlas de manera radical. Hemos optado y persistido en cambio por estos enajenados, desequilibrados y “confortables” modelos de vida que nos consumen y que hacen de nuestro legado el más cruento predador de su incierto futuro (Greta Thunberg, 2018-19).
Luego, antes de plantearnos este delicadísimo experimento del regreso al colegio, bajo el riesgo dudoso de poner en juego la salud de los niños o cargar su conciencia con el estigma permanente de ser los responsables del contagio en su familia −“un solo muerto amado puede derrumbar nuestra vida” (W. Ospina)−, es un deber ético, jurídico y administrativo analizar dichas consideraciones y tratar de establecer las probables consecuencias de ese intento limitado de presencialidad escolar, o si hay algo más importante y necesario que debamos resolver primero.
“Primero el uno y después el dos, mi profe…” me decía hace muchos años Filemón, mi amigo campesino de ciudad −quien con su familia a cuestas había huido de “su tierrita” desplazado por la violencia−, cuando tenía que abordar varias tareas en su sembradío (yo, como joven maestro, cumplía de simple aprendiz) y entonces empezábamos, sin más alternativa, primero con lo primero; y él, que era el conductor y conocedor de esos oficios, sin discurso alguno, iniciaba el trabajo con una tenaz energía que no traicionaba ese principio, imposible de poner en duda −no de la lógica aristotélica, sino del sentido común: “primero el uno y después el dos, mi profe…”−.
A partir de esta simple anécdota, quisiera tratar de entender si el grave problema de la escolaridad de los hijos en casa, con todos los traumatismos que ha generado, se antepone realmente a la urgente inmunización de la población colombiana. Y si dichos traumatismos lo son más que los de su aleatoria presencialidad escolar. Porque no es difícil imaginarse a los estudiantes yendo a encontrarse sin encontrarse, en un ambiente escolar más parecido a un panóptico (Foucault), donde los estudiantes, además de permanecer “congelados”, tendrán que ser vigilados minuto a minuto, rincón por rincón, día tras día por docentes inducidos disciplinariamente a actuar como guardias para que los chicos por ningún motivo se reúnan, para que de ninguna manera entren en contacto, para que no se porten como el rebaño que somos, para aislarlos y distanciarlos bajo control (otro motivo de tensión).
Así, la esencia misma de la escuela sería traicionada. En el mísero ambiente local, esto sería como pedirle a la gente que mantenga “la distancia social” un día sin IVA en almacenes Éxito, o poner un carrito de helados en la puerta del colegio solo para ser contemplado. Me temo que, una vez superada la novedad, entraremos en una nueva etapa de conformismo afín a la frustración, entre otras secuelas. Ojalá no. Ojalá lleguen antes las soluciones globales. O, ya bajo una mirada optimista, lo más probable es que se dé un progresivo “relajamiento” disciplinario cómplice de lo humano y terminemos en ese desafiante abrazo múltiple que tanto necesitamos.
Como educadores/as, no es muy razonable entender que hayamos dejado pasar tantas décadas sin haber asumido que la gran mayoría de estudiantes va al colegio no atraídos por la enseñanza académica −porque tampoco creo que no lo hayamos percibido u observado−, ni por el conocimiento en sí (¡vaya sacrilegio de la pedagogía convencional!), sino movidos porque la escuela es el lugar de la camaradería. Y, por lo tanto, allí, el momento que más anhelan y esperan ellos/as es el de los recreos y descansos que se viven en los patios, en las canchas de juego, en los pasillos y hasta en las escaleras y los baños. No es el de las j-aulas, no es el de los salones de clase. La necesidad y el placer del maravilloso don de aprender se opacan y se marchitan progresivamente en la escuela básica. El entusiasmo, la curiosidad y el deseo de exploración para saberlo todo, su mundo emocional e imaginario enriquecido por la fantasía y el juego espontáneo, esos maravillosos vuelos de libertad infantil −que son fundamento y refugio de la creatividad y la investigación−, se convierten en un problema adverso al orden y a la disciplina que la institución educativa ha diseñado para funcionar. En los casos más extremos, que son más extremos de lo que pensamos y por ello tan dramáticos, la pobreza estructural (básica, multidimensional), desatendida por estos gobiernos, induce a sus hijos a ir a la escuela porque esperan recibir, en muchos casos, la única comida del día; no es la ilusión por las matemáticas o por la química.
No me voy a detener en las honduras de los mezquinos intereses micro y macro que explican estas injusticias. Es evidente, una vez más, la ausencia gubernamental que deja en las manos vacías de la población las angustias de las soluciones. Baste de momento mencionar el impacto de la corrupción (¡gran prioridad por resolver!), porque del tamaño de la corrupción es el tamaño del retraso y del tamaño del retraso el costo económico, el social, el de la salud física y mental, muy significativamente el deterioro moral e incluso el costo político con su derrumbamiento y desprestigio (Trump, Bolsonaro, AMLO, Duque). Aun así, nuestra educación debería pugnar por diseñar, promover y celebrar el encuentro de la escuela con la vida. Estamos abocados a tener que pensar en una educación integrada de manera práctica y real, no como simulacro, al pensamiento, desarrollo y necesidades humanas, económicas y productivas del país, a las científicas, tecnológicas, culturales y ambientales de hoy y de mañana.
Es una contradicción enorme continuar simplemente trasladando la dictadura de clases (verbalista, discursiva, “teórica”), con todas sus características, a través de una pantalla a la que muchos chicos pobres ni siquiera tienen acceso (32%). Estas imperdonables irresponsabilidades (del gobierno) e improvisadas condiciones (del sector educativo) exigen otra concepción educativa que vaya más allá de los afanes estadísticos y cuantitativos, no soo para superar esa calificación de vergüenza que nos ganamos en el mundo, sino sobre todo para incorporarnos a su indispensable transformación (ciencia, investigación, tecnología, creatividad, innovación, etc.), para aportar a la inmensa tarea global que nos espera y para lo cual se requiere además otro modelo no solo de enseñanza/aprendizaje, sino de comunicación y virtualidad, indispensables en lo sucesivo (UNAD).
Las consecuencias inquietantes en el corto y en el largo plazo de cómo tendremos que asumir y enfrentar la vida son asuntos que atañen a todos los sectores de la población mundial en todas sus actividades, no solo a los/as niños/as ante su escolaridad, aunque es preciso admitir que éste es uno de los sectores más urgidos y afectados. El asunto de la escolaridad presencial, que tanto anhelamos, todavía requiere un momento más propicio y oportuno para resolverse. Aunque lo deseemos y necesitemos tanto, tampoco estamos preparados para ello (32% de la educación pública sin internet). Ahora de lo que se trata es de ver cómo en este momento tan incierto, apremiado por varias urgencias, reacomodamos la manera de andar. Por fortuna las nuevas generaciones se plantean otras opciones. La nuestra quedará en deuda con ellas por esa especie de miopía existencial que nos impidió mirar más allá del horizonte inmediato.
* Docente directivo (en retiro). Educador empírico y autodidacta, promotor de una educación para el desarrollo humano y la sostenibilidad (1997).