Luego de cuatro largos años de sueño comienza a despertar la maquinaria politiquera de cada municipio colombiano. Con bombos y platillos se pasean por los barrios pobres del país abrazando y besando, dando la mano, aprovechando la ignorancia, casi inocencia de muchos. Todo bajo la mirada de las lentes de aquellos medios que le mostrarán al resto que este sí es el candidato que necesitamos. Con falsas sonrisas y una peculiar preocupación desmedida por la necesidad de los menos favorecidos, se les ve llegar a lugares alejados con ollas, comida y fiestas, prometiendo un bienestar, progreso y seguridad que se quedarán en el olvido cuando su lavado de cerebro cumpla su objetivo y una mancha de tinta sobre su rostro indique que su trampa ha funcionado mejor que la de sus contrincantes.
Las calles completamente cubiertas de publicidad nos ahogan con fotografías suyas en compañía del idiota del momento, haciendo lo que sea por obtener una foto al lado de personajes como Uribe, Petro o Fajardo y acompañándola de una frase sacada de algún libro de autoayuda, Piensan que logran hacernos creer que esos dos segundos al lado de esos sujetos son producto de una amistad de años, mientras estos “referentes” en muchos casos ni el nombre de aquel candidato conocen.
Con carteras llenas, comienzan a mover la corruptela de alianzas y favores, de empresas y sindicatos, comprando la conciencia de aquellos con necesidad, difamando al que le enfrenta y amenazando a quienes le señalan, infundiendo miedo o pánico a su favor obligando al pueblo a elegir, casi como en los libros “sagrados”, entre el cielo y el infierno.
Así avanza la jornada electoral, donde todos resultamos expertos en política y cualquiera puede llegar a ser concejal, alcalde o gobernador, mientras tanto, entretengámonos viendo como el pueblo se sigue dividiendo en colores e ideologías desfasadas, defendiendo a quien los utiliza por sus propios intereses. Observemos el circo politiquero donde cada quien se aferra a su payaso favorito, con la esperanza de que pueda sacarles de la inexistencia, con la promesa de un puesto, un cargo o un trabajo más “digno”, enfrentando familias, cosechando odios y pavoneándonos en círculos sociales corruptos. Deleitémonos con el espectáculo de esto que llamamos democracia donde aparentemente votamos y elegimos, pero a la final, sin importar cuál sea nuestra elección, siempre nos toca perder.