Nuestro país está viviendo episodios que harían ruborizar a las más liberticidas dictaduras. 13 muertos y más de 200 heridos en una semana de protestas. Ciudadanos torturados y asesinados a manos de la Policía Nacional en plena capital y una brutal represión a la indignación ciudadana que raya en la masacre, han visibilizado por enésima vez el prorrogado debate de la reforma a la Fuerza Pública. No podemos transitar a la paz y a una real apertura democrática sin transformar estructuralmente a una institución gestada en medio de la guerra contrainsurgente y guiada bajo los parámetros del “enemigo interno”.
La reforma estructural a las fuerzas militares y de policía es una deuda aplazada tanto por el Constituyente de 1991 como por el Acuerdo de La Habana, donde el Gobierno Santos se negó a discutir este tema vital para la paz. En pleno siglo XXI se mantiene la anacrónica Policía Nacional contrainsurgente creada por la dictadura de Rojas Pinilla, quien fue el que la adscribió al entonces Ministerio de Guerra. Continuamos con una Policía Nacional moldeada por la Doctrina de Seguridad Nacional propia de un militarismo peón de la Guerra Fría, validado por el Frente Nacional. No sobra recordar que el Estatuto Orgánico de la Defensa (Decreto Ley 3398 de 1965) que ratifica la militarización policial, fue expedido por el presidente Valencia amparado en el estado de sitio y luego de la misión norteamericana encabezada por el general Yarborough que azuzó a nuestro país a 50 años de guerra interna. En lugar de construir una institución de cara a las necesidades de la ciudadanía se impuso un ariete para la represión y la guerra.
En la medida en que se agudizaba el conflicto la Policía terminó subordinada a la estrategia de injerencia norteamericana bajo el sofisma de la lucha antidrogas, se hizo partícipe de la violación sistemática de los derechos humanos y fue connivente con el paramilitarismo en sus múltiples modalidades. Por esto lastimosamente la Policía colombiana representa un modelo muy distinto al de sus pares en América Latina y del mundo occidental. Esta deformación fue exacerbada por la intervención del Plan Colombia y la estrategia continuada hasta hoy de “Seguridad Democrática” que la convirtió en un monstruo burocrático que le representará al bolsillo de los colombianos y colombianas el año entrante más de 15 billones de pesos, más de 3 veces lo que recibirán todas las universidades públicas del país.
Basta ya de seguir atados al pasado. Las nuevas generaciones exigen un país y unas instituciones distintas. El dramático asesinato de Javier Ordoñez demostró que es falsa la premisa que identifica más policía con más seguridad. Tenemos que cambiar este paradigma que se torna insostenible. Entre 2008 y 2017 la Policía Nacional creció 34 % en su número de efectivos sin que esto haya redundado en bienestar para las familias en las grandes ciudades o en los territorios rurales. Lastimosamente mientras la Policía colombiana mantenga su actual doctrina, adiestramiento, cuerpo de mando y disposición organizativa, las y los ciudadanos no podremos sentirnos seguros.
Me atrevería a decir que hoy no hay general de la Policía colombiana que no haya recibido previo entrenamiento en Estados Unidos, un Estado donde sus fuerzas policiales han dado muestra fehaciente de racismo y brutalidad indignando a sus ciudadanos. El represivo Esmad, -al igual que los Escuadrones de Carabineros- fueron creados inicialmente con recursos y asesoría del Plan Colombia y desde la dirección general del vicepresidente Óscar Naranjo, toda la institución parece ser un apéndice de la cuestionada DEA estadounidense, a tal punto que nos convertimos en un enclave de la llamada cooperación triangular para que otros cuerpos de policía del mundo sean reinstruidos por la Ponal acorde al fracasado modelo norteamericano. Estamos exportando el abuso policial.
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La protesta es un derecho fundamental, la ciudadanía no es “enemigo interno” y los policías son servidores públicos civiles: tres sencillos pilares que deben guiar las reformas
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Reformar la Policía y la fuerza pública es reformar la maltrecha democracia colombiana. Las jornadas del Paro Nacional de 2019 desnudaron esta necesidad. La reforma requiere ser integral y estructural incluyendo a toda la Fuerza Pública, pero también al conjunto del régimen político. No son casos aislados ni manzanas podridas, sino la concepción misma sobre las labores policiales, la disposición organizacional y doctrinaria de la institución, así como el reconocimiento de derechos ciudadanos elementales para una democracia real. La protesta es un derecho fundamental, la ciudadanía no es “enemigo interno” y los policías son servidores públicos civiles: tres sencillos pilares que deben guiar las reformas. El Acuerdo de Paz planteó una Ley de Participación y de Garantías de la Protesta, que construida por las organizaciones sociales proponía cortapisas al tratamiento de orden público otorgado desde la Policía a la protesta social. Junto a esta iniciativa ciudadana olvidada por la implementación legislativa, la reforma integral requiere también la revisión de la mal llamada Ley de Seguridad Ciudadana (1453 de 2011) y el actual Código de Policía.
En términos institucionales se atisban varios consensos en las transformaciones necesarias: Primero, su desmilitarización. La reconversión de la Policía Nacional en órgano civil, no es un mero traslado de ministerio. Implica la ruptura con el paradigma contrainsurgente y la Doctrina de Seguridad Nacional, una regulación distinta para el uso de la fuerza y el tipo de armamento, así como la consecuente exclusión policial del fuero militar, pero sobre todo la subordinación de la Policía, no a la cadena de mando militar sino a las autoridades civiles territoriales elegidas popularmente que reciben “golpe de estado” del ejecutivo nacional cada vez que hay movilización social. Valga decir que han sido los mismos militares los que han impedido siquiera la salida de la Policía del Mindefensa, ya que implica que entidades de cuantioso presupuesto como el Fondo Rotatorio o la Caja de Vivienda de la Policía deban retirarse del poderoso GSED, (Grupo Empresarial en Seguridad y Defensa), y que en la actualidad es claro que los visos autoritarios del actual gobierno pretenden conservar la adscripción policial para su manejo discrecional como sucedió en los violentos desafueros del Esmad el pasado domingo.
Un segundo pilar de la reforma integral de la Policía debe ser la recuperación de su soberanía y su transformación doctrinara. Los problemas que aquejan a los ciudadanos colombianos no se resuelven con adiestramiento para operaciones de ocupación, interdicción antinarcóticos o represión a las protestas. Una Policía para la paz y la convivencia no puede estar adoctrinada ni por la nueva Escuela de las Américas, ni por entidades que, como la policía norteamericana, tienen denuncias bochornosas por violación a los derechos humanos. Se requiere una revisión de los tratados de cooperación militar que incluyen a la Policía, si no su conversión en cuerpo civil será una mera formalidad. De igual forma urge la reforma de todo el sistema de selección y formación de los uniformados, integrando todos los aspectos democráticos que se requieren para dejar atrás este episodio lamentable de un cuerpo policial enfrentado violentamente a la ciudadanía.
En tercer lugar, hay que disolver estructuras que no tienen razón de ser en medio de una nueva Policía. Ya el Paro Nacional puso en primer lugar la necesaria desintegración del Esmad cuyo récord de crímenes durante este siglo es inaceptable, pero junto a esta estructura requieren revisión varias policías regionales capturadas por las mafias ilegales y la corrupción. Por el contrario, se podrían revisar experiencias exitosas de seguridad en los territorios como las guardias indígenas, cimarronas y campesinas para su reconocimiento y potenciación.
Todos estos aspectos necesitan contemplarse en las propuestas de reforma integral de la Policía, que el Congreso de la República debe discutir de cara al país. En este proceso tienen que participar desde los uniformados, hasta las organizaciones sociales y de derechos humanos que han sufrido el abuso policial, en un debate abierto y franco. Pero para poder iniciar con firmeza esta anhelada transformación el primer paso lo debe dar el actual gobierno. Por ello, pido la renuncia inmediata de todo el alto mando policial incluido el Ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo, responsables políticos de las víctimas de la semana anterior y de la actual crisis democrática. Si este régimen es incapaz de cambiar a los hombres, no habrá esperanza de cambiar las instituciones.