La reforma educativa —Ley 30 de 1992— asumió la “autonomía universitaria” y la inspección y vigilancia del Estado a las universidades. Según dicha ley la composición del Consejo Superior de las universidades públicas (nueve miembros, de los cuales 1 representa a los profesores y 1 al estudiantado) tiende a la heteronomía y el clientelismo. La elección del rector, en las universidades públicas (antes elegido por el presidente) quedó en manos del representante del presidente, del ministro de Educación, del gobernador del departamento, de los gremios económicos, de los exalumnos, de los exrectores, de la comunidad académica…
La mayoría de los miembros del Consejo Superior poco saben de qué es la universidad, tampoco en qué consiste la formación universitaria, ni cuál es su teleología. De hecho, un segundo punto crítico de la Ley 30 es la financiación parcial de la universidad por parte del Estado, hecho que obliga a conseguir recursos a las universales públicas. Además, en 2011 el Estado no transfirió 712.000 millones de pesos a los centros de educación superior, cuestión que creó afugias en las universidades públicas. Otro punto, se encuentra en que las matrículas de los estudiantes se acompañaron con líneas de crédito y el bienestar universitario se restringió, cercano a la extinción de cafeterías y residencias.
Además, la Ley 30 de 1992 y el decreto 1444 abren el campo para las especializaciones, las maestrías y los doctorados. Sin embargo, si bien es cierto que se buscó una mayor formación en el profesorado se hizo evidente la “escalera social”. La labor con los estudiantes es abandonada porque para los profesores es prioritaria su preparación. Igualmente, al abrirse los posgrados los profesores de planta dejaron, en cierto modo, los pregrados. La investigación se planteó de acuerdo a los parámetros internacionales. El investigador se convierte un cientificista; la ciencia ha dejado de ser una aventura creativa y se transforma en una inversión rentable. El objetivo del científico es el “conocimiento útil” para la sociedad.
El neoliberalismo iniciado en Chile, luego del golpe contra la Unidad Popular, (1973) dispuso la privatización de la educación y su conversión en un negocio más. Más la cuestión de la reforma educativa no se queda en el sur. No se puede olvidar que la universidad, después de la caída del socialismo real (1991) se postra en la globalización y, en las reglas del “fin de la historia”.
Bajo el dictado de los grandes capitales extranjeros los gobiernos privatizan lo que antes pertenecía a todos: vías de transporte, medios de comunicación, instituciones culturales, el agua, la energía, salud, la alimentación mundial y, lógicamente la universidad… Por otra parte, la tendencia en los últimos tiempos es la flexibilización laboral en la universidad. Para los profesores de planta esa precarización se manifiesta en el aumento del número de clases per capita, en las dificultades laborales, ocasionadas por la superpoblación estudiantil, en las exigencias y presiones para conseguir recursos económicos, en las sobrecargas impuestas para efectuar investigaciones por decreto y vender servicios. Sin embargo, los más golpeados fueron los profesores ocasionales y catedráticos: contratos por cuatro meses en cada período académico, remuneraciones paupérrimas, sobrecarga laboral. Además, abrió el boquete a la “producción intelectual”, como lo mostró Pablo Arango, en La farsa de las publicaciones universitarias (El malpensante. Número 97, mayo de 2009).