Reforma tributaria y salario mínimo: Un paso atrás

Reforma tributaria y salario mínimo: Un paso atrás

Se dice que una reforma es regresiva cuando grava más a quienes menos tienen y menos recursos generan

Por: Orlando Ortiz Medina
enero 11, 2017
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Reforma tributaria y salario mínimo: Un paso atrás

Contrario a lo que se requiere después de un pobre desempeño y con un panorama bastante incierto para la economía tanto en Colombia como en América Latina y el resto del mundo, la reforma tributaria recientemente aprobada por el Congreso de la República y el incremento del salario establecido mediante decreto por el gobierno de Juan Manuel Santos, no pasó de ser otro articulado de corte puramente fiscalista, que no responde a un propósito realmente estructural de crear condiciones que estimulen y den proyección y estabilidad al sistema productivo, generen condiciones de equilibrio en la transferencia de recursos a sectores y regiones que más lo requieren, y tiendan también a garantizar mayor equidad y justicia distributiva, que es para lo que deben utilizarse los instrumentos de política económica, máxime en países que, como Colombia, aún tienen en curso su consolidación como sociedad democrática.

El crecimiento esperado en Colombia al cierre de 2016 no estará más allá del 2%, sensiblemente inferior al del año anterior y al valor promedio de los últimos 15 años. La inflación continúa su ritmo ascendente y terminará el año alrededor del 6%, mientras el desempleo lo hará con una cifra que ronda el 9 %. El deterioro de la balanza comercial continúa al registrarse un déficit de 766,3 millones de dólares (mayor valor de importaciones sobre exportaciones) al mes octubre, de acuerdo con las cifras del DANE. Sectores como el agropecuario o industrial siguen estancados o mostrando un desempeño todavía poco relevante en el conjunto de los agregados macroeconómicos.

Frente a ese escenario, una vez más se postergaron medidas de fondo que garanticen mayor autonomía y fuentes más sólidas y estables de captación de recursos por parte del Estado; asimismo, eliminación de males tan endémicos como la evasión y la elusión, y el no menos oneroso peso de la corrupción, que tan caro ha resultado en estos últimos gobiernos. Agro Ingreso Seguro, Reficar y ahora Odebrecht, para tomar solo algunos de los más notables ejemplos.

El pobre incremento del salario mínimo (7%), previsto el impacto que sobre los precios de los bienes y servicios de consumo básico tendrá la misma reforma, deteriorará aún más la capacidad de compra de los ciudadanos, con claros efectos negativos sobre los niveles de demanda y el dinamismo del aparato productivo, que se traducirá en mayor aumento del desempleo, la pobreza y deterioro en general de las condiciones de vida de los sectores de la clase media y baja.

Un manejo errado de la política económica que durante muchos años puso a depender al Estado de los recursos provenientes del sector minero energético, es decir del sube y baja de cotizaciones internacionales que no están bajo su control, especialmente los precios del petróleo, se le cobra hoy a quienes sólo han sido convidados de piedra en la toma de decisiones, aunque hayan sido las víctimas principales de tales desaciertos, los ciudadanos de a pie, siempre a la zaga de lo que gobierno y empresarios dispongan. Tal cual el valor del salario mínimo que acaba de decretarse.

Es ésta la reforma tributaria más regresiva que se haya aprobado en los últimos años, sin decir que las anteriores hayan sido propiamente un cariñito. Se dice que una reforma es regresiva cuando grava más a quienes menos tienen y menos recursos generan, que en este caso son, en general, aquellos cuyos ingresos dependen básicamente de un salario. Por el contrario, es progresiva cuando los impuestos se establecen de acuerdo a los niveles de riqueza, el valor de los ingresos o la capacidad de pago de los contribuyentes; en este caso quien más tiene y más gana más paga.

Lo es porque busca resolver el faltante de fondos con recursos provenientes fundamentalmente de impuestos como el IVA, que recaen especialmente sobre los bienes de consumo básico que es a lo que los asalariados deben destinar la mayoría de sus ingresos, mientras disminuye el cerca de diez puntos el impuesto a la renta a los grandes empresarios, no aumentó el IVA para quienes tienen sus empresas en las zonas francas y tampoco se les gravan sus dividendos. Nada más regresivo que una reforma que permite seguir manteniendo ventajas o privilegios en cabeza de sectores que más concentran la riqueza. Gracias a su inmenso poder de Lobby, también los empresarios lograron echar para atrás el impuesto a las bebidas azucaradas, que tanto bien hubiera hecho para la salud de los colombianos.

Elevar a 19% el IVA a productos como la pasta, el aceite de cocina, la margarina, la harina de trigo, embutidos, salsas, condimentos, alimentos procesados, elementos de aseo, etc., así como el vestuario, el calzado y otro importante grupo de bienes de la canasta familiar golpea seriamente el bolsillo de los consumidores. Esa misma tarifa la deberá pagar quien utiliza un plan de datos de un valor superior a cuarenta y cinco mil pesos, haga uso de internet o compre un celular de más de $650.000. Se estableció también un impuesto adicional de doscientos pesos a cada galón de gasolina que, todos sabemos, impacta no sólo los costos de transporte, sino de manera indirecta otra cantidad importante de bienes y servicios.

Hay que prever también las alzas que automáticamente se derivan del incremento salarial, como peajes, gastos notariales, arriendos, etc., que deteriorarán todavía más la capacidad de compra de los consumidores y aumentan los efectos recesivos sobre el conjunto de la economía.

Así las cosas, la reforma no sólo no corregirá las falencias con que se anunció y justificó su aprobación; por el contrario, termina de ensombrecer el panorama en un momento en que el país, dado el escenario de posconflicto a cuyo ingreso cada vez más se consolida, va a requerir no sólo mayor disponibilidad de recursos, sino de un entorno económico más dinámico y capaz de absorber las demandas de las diferentes regiones y los sectores rural y urbano para reducir las brechas de desigualdad, el desarrollo de infraestructura y la generación de empleo más estable y de mejor calidad.

La experiencia ha demostrado que resulta falaz el argumento de que la reducción de los impuestos a los empresarios logra automáticamente generar mayor competitividad y estimular la creación empleo; pues ello está relacionado en general con la dinamización del aparato productivo, que depende sobre todo de cuánto se estimule la capacidad de compra de los consumidores, las transformaciones tecnológicas, la capacidad para dinamizar los mercados locales y una articulación con los mercados internacionales no soportada únicamente en la venta de materias primas, sino de bienes y servicios con  mayor valor agregado y mayores posibilidades de impactar el crecimiento y desarrollo de la economía. No sobra por ello insistir en la necesidad de trabajar en función de sectores como el de la industria, la agricultura, la agroindustria y cierto tipo de servicios, y no aspirar a seguir bebiendo de la teta de los hidrocarburos.

La reducción del déficit y una más segura estabilidad de las cuentas fiscales depende también de que sectores que durante toda la vida le han huido al pago de los impuestos, como es el caso de los intocables señores de la tierra, sean puestos en cintura mediante una legislación que los obligue a hacer sus contribuciones al Estado; asimismo, de la eliminación todo tipo de medidas excepcionales, que no es más que la reglamentación de formas adicionales de evasión o elusión, que por beneficiar sólo a los grandes capitales lo que hace es contribuir a acentuar todavía más la equidad y desigualdad en las formas de captación y asignación de los recursos del Estado.

Tampoco reforma alguna tendrá mayores efectos sino se busca reducir los enormes gastos en burocracia y paliar la ineficiencia del Estado, y menos aún si no se complementa con mecanismos de veeduría que permitan que la ciudadanía esté al tanto del destino y la ejecución de los recursos, como una manera no sólo de buscar la asignación más eficiente de los mismos, sino también de servir como talanquera a la corrupción y el despilfarro que, de no existir, seguramente nos evitarían tantas y tan onerosas medidas.

Finalmente, cualquier política carece de sentido sino está en función de que el Estado garantice de manera efectiva los derechos individuales y colectivos de todos los ciudadanos, guardando los principios de equidad, eficiencia y progresividad, tal cual lo ordena el artículo 363 de nuestra Constitución Política. Al respecto, la reforma tributaria y el incremento salarial que nos regalaron de navidad y año nuevo marchan completamente en contravía y se convierten en una afrenta la esperanza de esa paz estable y duradera que anhelamos los colombianos, que sabemos que ésta no consiste sólo en el silenciamiento de los fusiles, sino también en la implementación de medidas orientadas a corregir los factores desencadenantes de inequidad y de pobreza, que explican en gran medida nuestra larga historia de violencia.

Solo resta decir que, recibido el sablazo, debe la ciudadanía repensar a quienes elige como sus representantes en el Congreso de la República, teniendo en cuenta que son ellos lo que toman las decisiones y otros los que resultamos afectados. Si seguimos llevando allí a personas ajenas a nuestros intereses, no podemos esperar otra cosa que una legislación que, como esta vez, marche en contravía del interés público y en defensa y protección de tan sólo unos cuantos representantes del sector privado y sus hábiles lobistas en el Congreso.

 

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