En pocos minutos, sin mayor impacto en la opinión pública y con un precario respaldo por parte de las organizaciones de la sociedad civil, se hundió la reforma electoral. Una ambiciosa reforma a la Constitución Política que buscaba crear una jurisdicción electoral, reestructurar el Consejo Nacional Electoral -despolitizando la elección de los consejeros- y restarle poder a la Registraduría, la Procuraduría y el Consejo de Estado.
El texto de la reforma nació de un acuerdo político entre el gobierno y los senadores Ariel Ávila y Humberto de la Calle (independiente), entonces: ¿por qué se hundió una reforma que contaba con el respaldo del gobierno?
Pues bien, todo empezó porque buscando mejorar la “eficacia legislativa”, el gobierno decidió dividir la reforma política en dos componentes.
Por un lado, el ministro del Interior, Alfonso Prada, radicó una reforma política -enfocada en los partidos e impulsada por Roy Barreras-; y por el otro, Ariel Ávila y Humberto de la Calle, se encargaron de radicar la reforma al sistema electoral. Sin embargo, ese “divide y vencerás”, considerado estratégico porque pretendía amplificar la discusión de ambos componentes en una trayectoria simultánea, resultó siendo un verdadero fiasco, pues el gobierno priorizó la discusión de la reforma política y dejó a su suerte la reforma electoral.
Lo curioso es que la reforma se hundió por la acción decidida de tres partidos que conforman la coalición de gobierno; es decir, ni Prada o Roy Barreras -o los ministros respectivos- lograron convencer a los elementos más tradicionales de la coalición de gobierno para que apoyarán una reforma considerada estratégica para el mismísimo Petro.
Ni el partido Liberal, el Conservador o la U le caminaron a la reforma en su primer debate en la comisión primera del Senado. El gobierno tampoco le metió la ficha y así se puede evidenciar en la votación que terminó por sepultar la iniciativa: trece votos en contra y siete a favor.
El hundimiento de la reforma electoral deja varias lecciones y algunas certezas para cuando concluya la “luna de miel” entre el gobierno y los partidos tradicionales en el Congreso.
La primera es que la actual coalición de gobierno está integrada por un núcleo duro de sectores tradicionales que no están realmente jugados por la agenda de transformación. Son partidos que actúan como remoras ante el gobierno durante su primer año (o menos) y que no están dispuestos a alterar un sistema electoral diseñado a la medida de sus intereses. Solo votan como bancada de gobierno cuando se ejerce una verdadera presión desde la Casa de Nariño (como pasó con la reforma tributaria).
Segundo, la bancada de gobierno debe optimizar sus posibilidades e impulsar reformas que integren las múltiples visiones de los sectores alternativos. Dividir la reforma política en dos componentes resultó convirtiéndose en un error estratégico, ya que complejizó el espacio de negociación política (en una reforma que toca los intereses de los políticos); confundió a la opinión pública -indiferente ante una discusión apresurada que nunca suscitó mayor interés-; y le delegó a Ariel Ávila y De la Calle la responsabilidad de conformar una mayoría para su aprobación.
Tercero, la reforma política no está a salvo y también podría ser hundida por el núcleo más tradicional de la coalición de gobierno. A veces, los congresistas deciden aprobar los proyectos de ley en los primeros debates para darle “contentillo” al gobierno, pero cuando la “luna de miel” se va agrietando, los hunden sin contemplación. Esto resulta siendo más evidente en reformas constitucionales que requieren de ochos debates para su aprobación. De ahí que el gobierno deba activar un fast track e impulsar las reformas más complejas antes de que la coalición se desbarate y quede reducida a los sectores que realmente están comprometidos con el cambio.
Sin duda, es un gana-gana, pero, ¿a qué costo?
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