En Colombia, una pequeña fracción de la población, solo el 0.4%, posee casi la mitad de las tierras cultivables, un desafío persistente exacerbado por estructuras de propiedad coloniales.
A pesar de tener 11.3 millones de hectáreas aptas para cultivo, solo se utilizan 3.9 millones, lo que resulta en la paradoja de importar entre 1 y 14 millones de toneladas de alimentos anualmente.
El gobierno de Gustavo Petro ha iniciado la redistribución de tierras a pequeños agricultores, cumpliendo una promesa electoral y un punto clave del Acuerdo de Paz de 2016 con las FARC. Este compromiso había sido ignorado por administraciones anteriores, mientras grupos armados como el ELN y disidentes de las FARC seguían activos.
La redistribución comenzó en 2022, con más de 680,000 hectáreas entregadas a campesinos, marcando un cambio en la tenencia de tierras. El gobierno sigue adquiriendo tierras de grandes propietarios para redistribuirlas, sentando las bases para una reforma estructural. El programa busca proteger a indígenas y agricultores, promoviendo la soberanía alimentaria, es decir, la autosuficiencia alimentaria en lugar de la dependencia de importaciones.
Además, la redistribución de tierras puede impactar positivamente en la lucha contra el narcotráfico, ofreciendo alternativas al cultivo de coca y amapola. Recientemente, se han transferido tierras en Sucre y Boyacá, pasando de latifundistas a campesinos, un avance hacia la equidad y el desarrollo rural.
A pesar de los desafíos del narcotráfico y el conflicto armado, hay optimismo entre las clases populares por los cambios de la administración Petro. Aunque en las ciudades persisten problemas de seguridad, la reforma agraria es un paso hacia una Colombia más equitativa. Sin embargo, aún queda mucho por hacer para superar los desafíos históricos del país.