Sentado frente a la televisión veía uno de los programas quizás más populares y tradicionales en nuestro país: Sábados Felices. Un programa que como todos saben tiene la intención de recrear a televidentes con un humor sano y aparentemente sin daños a terceros; y un programa que ha sido referente para muchos a la hora de hacer del humor su “modo de vida”.
Es indudable que hacer reír no deja de ser una tarea nada fácil, y hacer de la risa un negocio o una empresa supongo tiene su ciencia (por utilizar un término que implique cierto grado de complejidad en el asunto). En nuestro país, donde por ejemplo tenemos Guinness Records otorgados a humoristas por hacer de la risa una hazaña, encontramos variedad de humoristas; muchos de ellos con una grande creatividad a la hora de hacer de cualquier cosa un motivo de alegría y de convertir una situación común en causa de carcajadas.
Quién de nosotros no ha reído con los chistes (buenísimos, flojos, huesos, regulares) que mujeres y hombres en diversos medios y a través de distintas estrategias han compartido con el objetivo de hacer de nuestra vida algo más placentero; incluso en algún momento se llegó a pensar que la risa en un país como el nuestro podría ser un elemento que contribuyera efectivamente a reconstruir tejido social. Precisamente por la dimensión terapéutica que contiene en sí mismo el humor como un aspecto constitutivo de nuestra condición humana.
Cuántos no nos hemos identificado con alguno de estos personajes de la vida real y cotidiana; tal vez por su originalidad, su tremenda imaginación, su gran capacidad recursiva, su talento innato y su responsabilidad a la hora de asumir lo que hacen como un verdadero trabajo. Porque en Colombia si “hacer llorar” es digno de llamarse trabajo, cuánto más digno no lo es hacer reír.
Sin embargo, ya es hora que ese oficio, tan reconocido y de amplia valoración, vaya estando a la orden del día y en plena correspondencia con una serie de procesos reivindicatorios que se vienen desarrollando en nuestro país y en muchos otros países. Varios de estos procesos tienen como protagonistas a ciudadanos que en algún momento (aún) han visto sus derechos vulnerados y pisoteados, su dignidad atropellada y su condición totalmente estigmatizada. Quizás este sea el motivo fundamental por el cual cuando escuchamos un chiste de negros, indígenas, costeños, pastusos o miembros de la comunidad LGBT, ya no sentimos el mismo placer de antes. De hecho el sentimiento que se experimenta pudiera ser equiparado al de la vergüenza cuando no al de la pena ajena. E inmediatamente la pregunta no se hace esperar ¿cómo es posible que aún algunos “humoristas” piensen ganarse la vida burlándose de la realidad de ciertos grupos poblaciones que en Colombia incluso gozan de la categoría de víctimas?
Pintarse de negro, disfrazarse de indígena, hablar como costeño, mofarse de un pastuso e imitar a un homosexual para efectos de arrancar una sonrisa no puede seguir siendo en nuestro país motivo de elogio o admiración, y mucho menos signo del buen humor con el que somos identificados por otras culturas. Mientras nosotros nos reímos con los gestos, las palabras, las voces y otra serie de ademanes de los que se vale el humorista; los demás, los invisibilizados, continúan en sus realidades opresoras y victimizantes tratando de que sus voces sean escuchadas, pero no a través de las voces y cuerpos de otros sino por medio de un verdadero reconocimiento de su condición de personas en igualdad de derechos frente a los demás. Creo que no se puede tolerar más hacer y celebrar humor valiéndonos de personas que día tras día sostienen una lucha social y cultural que trasciende incluso las fronteras de lo local, regional y nacional.
El ejercicio humorístico como valor, rico y polifacético a la vez, tiene una enorme responsabilidad social en un país donde aún nos cuesta comprender que el respeto, la igualdad y la tolerancia son pilares fundamentales de la convivencia para efectos de construir una sociedad justa donde los derechos no sean una carta sino la materialización de una comunidad capaz de vivir sin exclusiones ni actitudes que legitimen la desigualdad.