Cada cuatro años se pone en juego el futuro de la ciudadanía al elegir un nuevo gobierno. Aunque llevamos un buen tiempo viendo como fracasa una y otra vez el gobernante, siempre esperamos que el próximo elegido funcione mejor. Poco reparamos que una de las fallas es que no hay un sistema de preselección, calificación y valoración de candidatos. Petro, Hernández y Fajardo se escogieron a sí mismos. Sin procesos internos por falta de partidos, sin discusiones programáticas por falta de centros de pensamiento, sin encuentros con la ciudadanía para escucharla e intercambiar ideas, el actual proceso electoral precipita el ocaso de la democracia.
Algunos dirán que las consultas son el mecanismo de preselección. Sin duda este era su espíritu, pero se convirtieron en instrumento de movilización electoral y no en mecanismo para confrontar formaciones, experiencias y propuestas para escoger candidatos. En el caso de Petro no había dudas que ganaría la consulta como no la hubo en la autoconsulta que hizo en 2018 ante Caicedo. Las consultas de Petro son parte de su estrategia electoral, no son para confrontar candidatos. Francia fue un gesto de género, raza y región que sin duda sorprendió al mismo Petro, al punto que le quitó la libertad de escoger su vicepresidente. Pero consulta entre varias visiones y candidatos que las representara, no hubo.
En la que ganó Fajardo hubo intención de escoger candidato. La ciudadanía tuvo oportunidad de escuchar a los aspirantes y se presentaron ideas. A pesar del avance, le faltó ciudadanía y al final la mecánica electoral se llevó el espectáculo. En vez de recurrir a la mediación del periodismo preparado para el espectáculo, han podido dejar que los ciudadanos preguntaran y debatieran, y que académicos y expertos valoraran las tesis. Esta consulta ratificó al candidato que tenía más capital electoral por sus tres campañas anteriores. Pero ganó Fajardo que ya había perdido sintonía con el electorado de cambio, desdibujando la consulta que ha debido detectar este problema permitiendo que el proceso abriera nuevos caminos.
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Para gobernar desaparecieron los procesos que reducirían los riesgos de tener un mal gobernante
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Así, a pesar de la relevancia de gobernar, nuestros candidatos se autoseleccionan y se autoproclaman. Es el tamaño de sus egos, de sus recursos y sus ambiciones lo fundamental y no existen validadores sino contadores electorales para confirmar sus habilidades. Mientras en casi todos los oficios existen procesos de selección y clasificación para escoger al mejor para desempeñar un cargo, para gobernar desaparecieron los procesos que reducirían los riesgos de tener un mal gobernante.
Muchos de los gobernantes de América Latina carecen de la formación y la experiencia necesaria para gobernar. Bolsonaro, Boric, Maduro, Lasso, Sánchez, Duque, no estaban formados para gobernar y ni siquiera en democracia. Ejercieron creyendo que nadie los debe controlar ni limitar. A Chávez, Maduro, Correa, Uribe, Evo, Ortega ni siquiera les sirvieron los tiempos asignados y desde que se instalaron en el gobierno buscaron prolongar sus mandatos retorciendo, doblegando, o corrompiendo a los demás poderes.
A pesar de todas las evidencias sobre el origen de los malos gobernantes una y otra vez se repite la elección de pésimos gobernantes. La esperanza de lograr mejoras en la sociedad se desvanece con la trampa electoral. Sin partidos, con clases políticas convertidas en centros para repartir favores, con millonarios iluminados y mesías autodesignados, la ausencia de procesos de validación de los candidatos es el drama de nuestras democracias y las redes sociales son el vehículo para su perdición.
La desaparición de los partidos ocurrió en paralelo con la eliminación de las barreras que impedían a los intereses especiales apropiarse del poder. En nuestras democracias tenemos millonarios que compiten con sus propios recursos para elegirse. Brincar de empresarios a gobernantes, porque si y sin un proceso de preparación es aceptar que acumular dinero es acumular conocimiento. El éxito en el sector privado no garantiza el éxito como gobernante donde el buen ejercicio no se mide en el equilibrio presupuestal sino en la mejora de los indicadores sociales que acumulan un saldo en rojo por eliminar con recursos que nunca alcanzan por el tamaño de las necesidades. En el sector privado mientras más recursos se acumulen para repartir entre los accionistas, mejor. En el sector público mientras más grandes los recursos que se dejen de utilizar, más inepto el gobernante.
La lista de líderes incapaces que han empobrecido a sus ciudadanos, que les han cortado las posibilidades de progresar, que han despilfarrado y robado sus recursos, es tan larga que ya debería ser suficiente motivo para cambiar la forma de seleccionarlos. La necesidad de ajustar las instituciones democráticas es evidente. Establecer una forma de elegir gobernantes ante el daño que hace la improvisación, el mesianismo y el autoritarismo es el paso que sigue para recuperar la fe en la democracia. El ascenso de líderes cuya habilidad es manejar la rabia usando las redes sociales para que voten en castigo o en protesta por un mandato incierto y sin controles, debe terminar.