Los pocos colombianos que han tenido, y tienen, la posibilidad de viajar a países organizados, democráticos, con un buen nivel de desarrollo (no se requiere que sea alto, pues muchos son incluso menos ricos en recursos que nosotros y además vecinos), conocen la seguridad y la tranquilidad que se respira y vive en la mayoría de ellos. La principal causal de esas realidades es el alto grado de confianza del ciudadano en general en sus instituciones, en los dirigentes, en las palabras y compromisos que estas y estos expresan, por muy extremos que a veces parezcan. Porque allá igual existen y se encuentran dirigentes y partidos, de derecha y de izquierda, bastante extremistas, que patrocinan fobias y posturas de choque, las que no se compadecen con el espíritu de amparo y conciliación que debe poseer cualquier tipo de sociedad civilizada; y a la vez, sin poder desconocer que también en ellas, por muy organizadas que parezcan, existen ciertos rangos de corrupción.
El problema radica que en Colombia, por el contrario de esos lugares, al ciudadano del común se le exige estar informado más allá de lo necesario y aparente, pues aquí la palabra no es sagrada, o sea que ellas no significan lo que expresan textualmente, porque nos hemos acostumbrado a maquillarlas, para que, por ejemplo, una confrontación casi a nivel de una guerra, como la que padecimos por tanto tiempo, se vea por algunos como solo un pequeño conflicto interno, unas escaramuzas de bandidos contra un Estado justo, ecuánime y protector de los derechos de todos, pero inerme y sin los recursos ni las herramientas suficientes para derrotarlos.
O que nuestros políticos hayan sido unas pobres victimas del sistema político que impera, en el que no han podido desarrollar sus programas sociales, ya que este los corrompe sin que ellos lo quieran, o que peor aún la corrupción sea una enfermedad que es inherente a nosotros mismos, por lo que ha sido imposible de erradicar; y qué, para colmo, haya personas que crean todo esto.
Por eso, para tener certezas suficientes de las realidades que cada candidato, o partido político, exhiben como reales, aquí hay que ser investigador primero que todo, para saber cuáles de ellas son verdaderas o falsas, porque de resto es de locos, fanáticos o ignorantes basarse en ellas como las únicas verdades, cuando se sabe de antemano que persiguen mentir, menospreciar y dividir.
Solo basta oír, leer o ver lo que ciertos partidos, con sus candidatos en plena efervescencia electoral, andan diciendo de nuestro momento actual, pintándonos un panorama desolador, próximo al caos y a la depravación, con el comunismo respirando en la nuca de una democracia participativa y ejemplar, mezclando política y religión sin pena ni reparo, y con la mayoría de la prensa sirviéndoles de caja de resonancia; aun sabiendo que muchas de esas afirmaciones son falsas, que no son totalmente ciertas, o que son verdades a medias, incluso sabiendo que el contenido general de las políticas institucionales persiguen otros objetivos.
Pero para estos, los medios de comunicación en general, la actividad viene estando ligada a esta actitud, al escándalo como noticia, no la verdad, por lo que lo han convertido en una forma de vida, pues con un titular llamativo o incendiario atraen lectores o espectadores, aumentando el indice, que es lo que al final les garantiza la publicidad necesaria para tener ganancias y por consiguiente el éxito, o simplemente les da lo suficiente para sobrevivir sirviendo a una causa, un partido o a un líder.