Reflexiones de una vida

Reflexiones de una vida

Una entrevista a un afamado político de larga trayectoria, publicada en un diario de circulación nacional, inspiró este texto

Por: LUIS EDUARDO MARTINEZ ARROYO
agosto 10, 2020
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Reflexiones de una vida

Me tengo y se me tiene en mi ciudad, región y en buena parte del país por un reputado conocedor de nuestra realidad nacional. El buen número de años en la cátedra universitaria, en la que he ganado admiración y respeto tanto de mis estudiantes como de mis colegas, mis estudios de posgrado y unas cultivadas y bien empleadas expresión verbal y destreza en el escribir me han situado en una especie de cenit de entendidos de lo que pasa.

Se me pide que escriba artículos desde las universidades que publican revistas indexadas, solicitudes que atiendo con diligencia no por acumular puntos en mi hoja de vida sino más bien por irradiar el conocimiento. A mis amigos que no son pocos que han desempeñado y lo hacen aún cargos en la cosa pública entrego mis desinteresados servicios cada vez que los necesitan que tampoco son pocas. En ocasiones como asesor, en otras como mero confesor que son las menos. Mi inspiración teleológica es enseñar al que no sabe y desea aprender.

Me he empeñado en los últimos tiempos en hacer de quienes han gobernado nuestros entes territoriales historiadores de sus obras de gobierno, a través de columnas de prensa matizadas y salpicadas, ¿por qué no? de alusiones a clásicos de la ciencia política, pues eso da mayor respetabilidad. En mi caso esa labor profesoral tiene más sentido si se observa que los exgobernantes, ahora analistas de su gestión, han gozado de mi consejería en las muchas y recurrentes campañas electorales regionales que les han permitido regobernar municipios, distritos y departamentos. He elaborado sus programas de gobierno y redactado sus discursos de plaza pública, cuando les ha correspondido ir de pueblo en pueblo, de barrio en barrio. Conozco como el que más las angustiosas necesidades de las comunidades, potenciales electoras.

En mi ya lejana juventud aposté al radicalismo, a ver qué salía. Jugué a la combinación de las formas de lucha un poco desde lejos, pero siempre dando la impresión de que era un decidido partidario de demoler a palos y a lo que fuera el statu quo. Cosechado el fracaso me detuve. Después me hice esto que soy, aunque en verdad no resultó fácil lograrlo. Me deslicé a través de otros que ya habían iniciado el retorno a las buenas costumbres y, gracias a eso pude conocer a los dueños del movimiento del poder. Una vez allí intrigué ante estos contra aquellos. Se trataba de unos u otros, la supervivencia que llaman. Aposentado me di a la tarea de ser ejemplo de mi nueva condición. Apoyé de modo decidido, como el que más, todo lo que viniera de los nuevos modelos económicos y políticos. Repliqué sus teorías en mi cátedra universitaria y las amplifiqué en mis columnas periodísticas de opinión, en las que aproveché para demonizar a mis eventuales contendores. Terroristas y guerrilleros fueron los calificativos más suaves para los que osaban quitarme del camino.

La elección popular de alcaldes fue una de mis banderas insignes y en ella me arropé, tanto que me creí el cuento de que era una señal democratizadora nacional. Alguna vez que me encontré con uno de mis excamaradas que todavía persistían en su extremismo, me enteré que los organismos prestatarios internacionales habían acordado el plan de exigir a los Estados nacionales apretar un poco más los cinturones para cortar el estilo derrochón de sus gastos. Uno de esos medios fue descargar en los municipios y departamentos mayores responsabilidades con sus ciudadanos, antes en manos del poder central. Así me vi compelido, algunas veces, y a voluntad propia, las más, a establecer con fuerzas irregulares armadas la distribución del presupuesto territorial. Y me fue bien, como me leen.

A esto último también sobreviví como ha de ser, igual que mis mentores. Unos se van, mueren y otros resisten. Darwinismo que llaman. Uribista cuando hubo que serlo fui y apoyé la reelección del líder y estaba por la segunda; hice un viraje táctico y me replegué un poco hacia la moderación; entre bambalinas apoyé las negociaciones y los acuerdos de paz, voté por el sí en el plebiscito, pero, eso sí, en la segunda vuelta presidencial de 2018 opté por Duque y lo anuncié en las distintas columnas de prensa que por fortuna me han brindado los medios. Sabedor de todos los males que la izquierda ha traído consigo desde que hizo su aparición en el mundo moderno, no puedo ni debo permanecer callado y en ese caso concreto hice la admonición puntual. Guardián insobornable de los derechos individuales he olvidado que a la clase social de la que provengo no le tocó ese cobijo y así puedo seguir enumerando.

Este recuento de mi turbia vida política no hubiera sido posible si no me hubiera encontrado ayer en la mañana con una entrevista en El Espectador, que un destacado líder liberal que ocupó los más encumbrados cargos del Estado, a excepción de la presidencia, a la que aspiró a ocupar en dos ocasiones, le concedió y en la que arruinó mi día con una desafortunada e imprudente expresión que reza: “Me conturba e indigna la pobreza, la miseria que salió a flote con la pandemia. Una lacra social que no conocíamos”.

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