Últimamente me la paso leyendo textos de algunos viejos ilustres en los que se consagra una idea heroica de lo que es el periodismo. Se proclama a la profesión como un acto de valentía en el que el carácter intrépido de los periodistas fomenta la construcción de vehículos mediante los cuales el sector civil logra vislumbrar mecanismos de liberación. Lo cierto es que la heroicidad relacionada con esta labor pareciese ser una comprensión de antaño, pues hoy, el periodismo es sinónimo de espectáculo y consiste en una función homóloga a la del entretenimiento. Yo por mi parte, me niego a entregarme a una actividad condenada a la frivolidad.
Si pensamos en el tratamiento mediático que se le han dado a casos como el de Yuliana Samboni o Luis Andrés Colmenares, se hará evidente que el periodismo ha optado por ser el altavoz de la chismografía y la trivialidad. Si bien esto responde a las demandas mórbidas de la cultura predominante, la labor periodística no debería basarse únicamente en meros propósitos mercantilistas. Tal como escribía Tomás Eloy Martínez en un artículo publicado en La Nación en 2008, “el periodismo sigue esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se presenta como información necesaria, pero cuya única función es saciar la curiosidad perversa de los consumidores del escándalo”.
Lo más preocupante es saber que esto no es propiamente un fenómeno nacional. En su libro La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa advertía sobre la fachada moralista que se ha construido alrededor del periodismo en el mundo entero. Como ejemplo de sustentación sobre lo anteriormente mencionado, el escritor peruano planteaba que la filtración de los documentos de Wikileaks no conllevaba ninguna información reveladora, sino más bien obedecía al fisgoneo de un público que consume información como si se tratase de una telenovela. Amparado en el nombre de la transparencia, el periodismo hace público no solamente lo que es confidencial, sino también lo que es privado e íntimo, para vender masivamente información superficial.
Aún más inquietante es el hecho de que los periodistas, quienes por los gajes actuales de su trabajo tienen que apelar a contenidos superfluos y banales, se apoderen de casi toda la totalidad de los medios de expresión. Esta es una situación que acarrea un verdadero problema, pues científicos, artistas, antropólogos y otros profesionales que, por la esencia de sus labores, pueden aportar mucho más al enriquecimiento intelectual, no alcanzan la visibilidad merecida. Piere Bordieu, en su obra Sobre la televisión, ya nos prevenía sobre esta circunstancia agregando que “los periodistas, a pesar de ocupar una posición inferior y dominada en los campos de producción cultural, ejercen una forma realmente insólita de dominación: son los dueños de los medios de expresarse y existir públicamente, de ser famoso, de alcanzar notoriedad pública”.
Ante tal situación, es preciso recurrir a posturas idealistas sobre esta profesión para no morir en el intento periodístico. Sin embargo, la maquinaria mediática es tan monstruosa que cualquier coqueteo con el heroísmo es desarticulado por las reglas viciadas de este juego. Creo que puedo hacer mil especulaciones sobre lo que debería ser esta labor, pero la realidad es que el panorama es tan desalentador, que lo más sensato que puedo hacer es resignarme.
