Papá, bájame la Luna

Papá, bájame la Luna

Hoy convertido en líder de paz y reconciliación, Federico Montes reflexiona sobre los desafíos del proceso de reincorporación a partir de una anécdota con su hija

Por: Federico Montes
julio 19, 2022
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Papá, bájame la Luna
Foto: Cortesía
A sus dos añitos, Sami, la lindísima niña Sami, nos sorprende con su inocencia, con su ternura, y sobre todo con su curiosidad, mirando al cielo estiraba sus brazos y con sus manos trataba de agarrar lo que sus ojos contemplaban.
Sí, es la luna, y aquella luna, a pesar de que era temprano y aún no había caído del todo la tarde, era el anuncio perfecto de lo que sería una gran noche de luna llena.
Sami Eluney, de puntitas en sus pies y emitiendo un pujido que denotaba la fuerza que realizaba, estiraba sus brazos de nuevo hacia el cielo y con sus manos, moviendo cada uno de sus deditos de bebe, trataba de alcanzarla para hacerla suya.
Fue tan así que sus gestos terminaron por llamar mi atención, y desprevenido alcé mi mirada al cielo pensando en que vería algún avión a lo lejos, en la distancia, pues ya habíamos repasado esta lección con ella y en su lugar termine por observar la luna.
Rápidamente busque las palabras para explicar tal fenómeno, para poderlo aterrizar a su curiosidad e inocencia y de esta forma poder dar correcta respuesta a su pregunta.
“Mi amor, es la luna y está arriba en el cielo”, a lo cual ella asintió con su cabeza y paso seguido exclamó desde su lenguaje básico “¡Papá, baje luna!”
¿Se imaginan el momento?
Su madre frunció el rostro en gesto de ternura exclamando a su vez “tan linda mi niña” y en mí, observando aquella serie de acontecimientos, se fueron mezclando variedad de emociones.
La única respuesta que logré encontrar en el momento para ser articulada con mis palabras fue: “Amor, la luna está muy muy alta, para que todos la podamos ver y nadie se la robe”, a lo cual ella respondió frunciendo sus cejas y entornado sus ojos, como demostrando el poco convencimiento que ello generaba, o quizás la frustración de no poder tocarla.
Este momento que también podríamos llamar mágico generó en mí otra clase de reflexiones ahora ligadas a la función que como padre debo jugar para ayudarle a interpretar el mundo que nos rodea, y por qué no decirlo, el mundo que nos pueda llegar a rodear.
Este pequeño fragmento de mi vida con ella despertó en mí muchas preocupaciones frente a lo incierta que es la vida de quienes le apostamos a la paz.
Tras cinco años de haber logrado la firma del acuerdo de paz de La Habana, se han evidenciado una gran cantidad de nuevas realidades, algunas de ellas, que a pesar de haber sido contempladas dentro de las múltiples posibilidades que nos traería el proceso en las condiciones que debemos vivirlo, no dejan de ser preocupantes.
Ahora en mi nuevo rol de padre, estaba enfrentando muchas de estas crudas realidades, al experimentar la preocupación de no poder jugar a plenitud el papel que esta responsabilidad me implica, bien sea porque la vida no nos brinde las oportunidades que hemos pactado para mejorar la sociedad donde espero que ella crezca, o quizás, porque en algún momento de esta lucha por la paz, alguien de tantos enemigos que ella ha generado, termine por cegarnos la oportunidad misma de la vida.
Sentí preocupación, una sentida y marcada preocupación por no poder estar allí para ayudar a explicar otros fenómenos de la naturaleza; para verle crecer en medio de nuevas experiencias y con ellas, nuevos aprendizajes; por no poder compartir con ella como todo padre lo debería hacer, para disfrutar cada uno de sus alcances, de sus triunfos y más aún, cuando a nosotros mismos, sus padres, la guerra nos negó muchas de estas oportunidades. Sentí temor que los rieles de la historia quieran seguir retorcidos, recorriendo aquellos caminos duros de la desigualdad y la violencia que ello genera.
Luego pensé en que lo que deberíamos hacer para poder estar allí, construyendo esa sociedad amable en la que pudiese crecer sin estos temores, en la que los rieles de la historia fueran tan correctos como fuese posible y donde lográramos avanzar de forma eficaz en la superación de las injusticias que hoy nos roban la tranquilidad, vaya la situación de quienes luchamos en Colombia por construir la paz.
Estos renglones surgen desde mi rol como luchador y como padre, al tiempo que veo a un gobierno que mediante la ARN interpone tutelas para negarse a pagar la mensualidad a aquellos hijos e hijas de firmantes de paz que han sido asesinados en el marco del proceso de reincorporación; una mezcla extraña de realidades, donde el Estado no preserva la vida de los firmantes y en su lugar, privan a sus hijos de lo poco que podrían obtener para su sustento tras una pérdida tan grande.
Mi país es complejo, una mezcla de realidades que se entre cruza desafiando los limites mismos de la injusticia, un país que vale la pena seguir soñando, a pesar de que sea tan caro el precio que debemos pagar para lograr luego hacerlos realidad y justo ahí estamos, en medio de estas realidades, soñando con ser buenos padres, soñando con seguir siendo bueno luchadores.
Afortunadamente los tiempos que corren huelen a dignidad y los aires, aires frescos que corren desde diferentes partes, tienen la capacidad para llenar nuestros pulmones y de esta forma permitir oxigenar cada gota de sangre que seguirán recorriendo con ahínco por nuestras venas.
Estos renglones nacen teniendo como pretexto el diálogo con mi hija y en otros partes del mundo servirían para hace un cuento, una fábula o algo semejante, pero en nuestro caso, sirve para arrebatarnos reflexiones que nos obligan a pensarnos la vida misma.
*Este texto nos lo hizo llegar Guillermo León Sambony, a quien se lo compartió Federico Montes
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