En estos últimos días he experimentado más a profundidad la increíble belleza natural, plena y confortable que me brinda el Caquetá. Es increíble, se los aseguro.
Nací en 1997, en Bogotá, una ciudad con bastante aglomeración urbana. Nunca la podré subestimar porque tiene sus cositas buenas, pero usualmente el contexto se siente demasiado pesado: la montonera de gente corriendo hacia su trabajo y saliendo de él sin felicidad alguna. Así es segundo tras segundo, año tras año... sinceramente no podría vivir tan infeliz.
Ahora me he ubicado a una altura de 242 metros sobre el nivel del mar, en el departamento del Caquetá. Aquí se acogen los más aventureros y los de alma bonita. Además, se respira verde clarito y la tierra aquí me ama cada día más. Con los pies descalzos la he recorrido y nunca me ha brindado peligro alguno. He aprendido tanto de ella que a veces temo a hacerle daño, pero por encima de todo la disfruto y la respeto.
Les cuento, Caquetá no es solo cosas malas, no es miedo, los rastros de guerra y de violencia ya no están. Estoy feliz de ubicarme aquí en este rinconcito de Colombia. El agua es tan verde y en ocasiones tan azul que nunca le encontré explicación lógica y justamente ahora me lo pregunto día tras día. Me acuesto en el regazo de las cascadas para dejar que me masajeen. Siento vida en esta tierra, respiro plenitud y tranquilidad en medio de pajaritos. En cada recorrido que inicio me reinvento, me transformo y olvido la carretera que está al otro lado, estoy tan lista para seguir este camino... recorrerlo sola no es tan aterrador como te lo pintan.
¡Gracias vida!