Ciertos recuerdos persisten en la memoria, aunque no estén precedidos por hechos especialmente significativos. Un olor. Un sabor. Un sonido. Desde que tengo uso de razón, mi mente sortea un pequeño bache todas las mañanas: siento una voz que no sé definir. Es ronca, firme, timbrada. De niña, ese bache de la mañana se iba enseguida: primero la oía en mi cabeza, mientras sentía que despertaba del todo. Ya despierta y desperezada podía identificar la voz claramente: se traba de un señor locutor que hablaba de noticias por la radio, sin parar, desde muy temprano y durante casi toda la mañana.
El señor y su risa inundaban la sala de la costura de mi abuela, en donde estaba el radio. Todos lo llamaban ‘Don Juan’. Mi abuela me dijo su nombre, uno común al lado de un apellido raro y sonoro: ‘Se llama Juan Gossaín, sumercé’, y seguramente me lo dijo sin levantar la mirada de la máquina de coser en la que me hacía vestidos.
La radio, que al toque de los botones soltaba unos ruidos y una bulla benéfica, también tenía dentro de ella a señores con nombres que parecían de otro mundo. La radio me gustaba, me parecía y me parece aún hoy, uno de los mejores inventos. ‘Prenda la radio para que esto no se sienta tan solo’, solía decir mi abuela cuando, en las tardes, su sala de costura se oía sombría, a pesar de la luz y la bulla de un patio contiguo por donde el mundo pasaba distante.
Recuerdo ahora, también, que mi abuelo tenía una prima que vivía cerca de una plaza en una casita oscura de dos pisos, muy antigua, que escondía dentro muebles más oscuros todavía. Siempre tuve la sensación, cuando curioseaba por sus pasillos, que en esa casa se escondían en alguna parte manuscritos con historias terribles, indescifrables, que yo busqué infructuosamente. La señora se llamaba Inés, pero todos le decíamos Inesita. Inesita Feijoo. Inesita vivía con su sobrino pero como él trabajaba todo el día, ella permanecía solita en la casa. Algunas tardes solíamos ir de visita, pero cuando no podíamos hacerlo, ella llamaba por teléfono y tenía largas conversaciones con mi abuela o con mi abuelo. A veces con mi mamá. Una que otra vez conmigo. Inesita solía contarnos sus penas y repetirlas sin cansancio, como si recién las contara por primera vez. Sospecho que se estaba quedando sin memoria. Un día, mientras yo jugaba en el patio más grande de la casa, cerca del teléfono, espié la conversación que mi abuela sostenía con Inesita. Deduje que otra vez ella estaba contando, con mucha pena, el drama de su soledad sin remedio. Mi abuela, en un intento inútil, le sugirió que prendiera el radio todo el día: ‘Por las mañanas está el programa de Juan Gossaín, Inesita, uno que da las noticias, habla muy bueno y también cuentan chistes. ¿Por qué no lo oye? Y ponga la radio que ahí dan música todo el día.’
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Han pasado muchos años desde la última vez que escuché la voz de Juan Gossaín en la radio. Las circunstancias de la vida me trajeron a Chile. La radio acá no tenía a ningún Juan Gossaín y el bache en mi mente que aún conservo es insalvable: cuando abro y cierro los ojos insistentemente y con fuerza para despertarme bien, irme a duchar y comenzar el día, me golpea la ausencia de una radio que suelta su voz necesaria. Desde que comencé a hacer entrevistas, siempre tuve la deuda pendiente de conversar con Juan Gossaín.
El lugar fue la librería Ábaco. Llegué dos minutos tarde y él ya me estaba esperando, vestido de café. Me saludó con una sonrisa tímida pero su chispa no tardó en saltar: ‘¡Eso parece un despertador!’, me dijo entre asombrado y divertido por el tamaño y la forma de mi grabadora.
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Usted siempre dijo que no quería ser periodista… ¿qué lo motivó entonces?
Me tranquiliza mucho que me lo plantee porque tengo la impresión de que la gente me ha entendido mal. No quise ser periodista. No en el sentido de que me opusiera a ser periodista, sino en el sentido de que no intenté serlo. Eso es lo que me preocupa, que haya una confusión: que me negué a ser periodista, pero no. Ese no era mi propósito, esa no era mi intención. Yo desde niño lo que quería era escribir. Escribir literatura. Y fue lo primero que hice. Antes que hacer periodismo, a los diez años escribía cuentos, aquí en el colegio; estudié en Cartagena, interno, porque mi familia vivía en San Bernardo del Viento y yo no tenía donde quedarme. Ahí escribí mis primeros cuentos a los diez, doce, trece años… El periodismo apareció en mi vida como una alternativa laboral. Es la forma menos encantadora de decirlo pero es la verdad. No tenía vocación de periodista. Nunca la tuve. Puede parecer una paradoja, no, una contradicción, pero a mí la vocación me apareció después de ejercer el oficio; a mí el gusto por el periodismo me surgió después de haber entrado al periodismo. Tenía que ponerme a trabajar y me ofrecieron trabajar en el periodismo. No sé qué hubiera pasado, hoy me lo pregunto, si me hubiera ofrecido trabajar como electricista, o como plomero o como albañil, no sé. Esa es la razón por la que a mí me causa mucha curiosidad, hoy en día, cuando los muchachos terminan el bachillerato y le dicen a la madre que quieren estudiar periodismo, que quieren ir a la escuela de periodismo, y la madre les dice que no, que el periodista nace, no se hace. Bueno en mi caso ni nació ni se hizo ni ninguna de esas cosas. Repito: yo hoy no sería sino es periodista. Si tuviera que tener una nueva oportunidad de volver a nacer, que una forma tonta de decirlo… Pero es que no encuentro otra manera de decir que me encariñé tanto con lo que hice, sin proponérmelo, que hoy no sería sino periodista.
Usted dijo, antes de retirarse, que no sabía si le iba a hacer falta estar en el periodismo. Ahora que ya está retirado, ¿le hace falta?
Esa es la razón verdadera por la que me demoré tanto para irme, a pesar de que la decisión de hacerlo estaba tomada. Tomé la decisión como diez años antes. Dije: ya es hora. Pero nunca supe qué tanta falta le puede hacer a uno un oficio como el periodismo, con la intensidad diaria, con el ajetreo y la dedicación absoluta. Ahí comencé a preocuparme. Entendí lo que pasa con algunos jubilados: se dedican a jugar ajedrez, o se vuelven alcohólicos, o se vuelven suicidas. Y en todo caso se vuelven un estorbo en la casa, como un mueble viejo, nadie sabe donde ponerlo. Si lo ponen en la pieza, estorba, si lo ponen en la sala, estorba, y termina uno descubriendo cosas que nunca había visto por estar en el ajetreo diario: termina descubriendo telarañas en un rincón de la casa hasta que la mujer se molesta con uno y dice: ‘Deje de molestar, váyase pa’ la calle a jugar dominó’. Ese era mi temor. Ese era el panorama que yo veía de mí. Y duré diez años buscando una forma de saberlo de antemano y descubrí que, obviamente, eso no es posible. Pero encontré un término intermedio: me pareció que lo que hace daño en el retiro es la ociosidad, la vagancia… la vagancia de no saber qué hacer. Entonces resolví que me iba a retirar a escribir que es lo que me ha gustado siempre. Después de cuarenta y dos años de periodismo, he vuelto a lo que quise hacer desde el comienzo, que era la literatura, el periodismo escrito, que me apasiona mucho. No me ha hecho falta el ajetreo diario, esa es la conclusión. Sigo teniendo el mismo ritmo de vida. Me levanto a la misma hora de la radio, a las 4:30 de la mañana. Me siento en mi estudio a escribir todos los días disciplinadamente, entre otras cosas porque el trabajo literario es lo más parecido que hay al horario de una secretaria de oficina, algo así como de 8:00 a 12:00 pm y de 2:00 a 6:00 pm, con disciplina y con rigor, marcando tarjeta. Ya no existe la falsedad de los poetas románticos que creían eso de que uno se sentaba a mirar lejos y le caía la inspiración del cielo. Picasso decía que inspiración es el nombre ficticio del trabajo. Entonces lo que hago es sentarme a escribir. Cuando no tengo nada que escribir, cuando no se me ocurre nada, cuando tengo incluso pereza de escribir, lo hago igual: me levanto y entonces ordeno el escritorio, empiezo a romper papeles a limpiar el computador, pero en el mismo horario. Tengo la sospecha terrible, el temor, de que si un día lo dejo de hacer, entonces no voy a volver a sentarme a escribir. Eso es lo que hago y por eso no me hace falta el periodismo. Escribo de 5:00 de la mañana a 1:30 de la tarde. Con más rigor que nunca antes. Antes escribía cosas entre noticia y noticia y eso tampoco es serio. El periodismo y la literatura son, cada uno por su parte, de dedicación exclusiva. Lo que hice fue cambiar de esclavitud. Cambié la esclavitud de la radio por la esclavitud de las letras. Estuve muchos años buscando a ver dónde contrataba un adivino, que era la idea, que me dijera si esto me iba a hacer falta o no, y como no lo pude conseguir entonces me tocó cerrar los ojos y lanzarme al vacío, pero no tan vacío, ya yo sabía lo que quería hacer.
¿Qué ha sido lo mejor en estos años ejerciendo el oficio?
La posibilidad de comunicarse con la gente. Yo creo que el verdadero periodismo es eso: saber por donde sopla el viento de lo que la gente está pensando. Entre las cosas buenísimas de cuarenta y dos años de periodismo, periodismo cotidiano, profesional, de dedicación exclusiva, entre las cosas buenísimas, estuvo haber conocido estudiantes de la universidad. Haber podido más que hablarles, oírlos, saber qué están pensando, de qué lado vienen sus preocupaciones periodísticas. El periodismo se parece mucho a esa cuerda floja que hay en los circos: es muy fácil caerse; es casi un ejercicio de malabarismo, y poder mirar atrás y ver que no hay nada de lo que uno se avergüence… Hay muchas cosas de las que me arrepiento.
¿Por ejemplo…?
Por ejemplo, alguna vez fui injusto con alguien. Digo, no tengo un caso concreto pero me imagino que así fue. Alguna vez hice algo que pudiera haberlo hecho mejor si le hubiera puesto mas cuidado… Alguna vez no debí haber escrito algo como lo escribí, o no haber dicho algo como lo dije que tal vez había una manera mejor de hacerlo. La vida está llena de eso y me arrepiento de eso. Como se arrepiente uno por ejemplo de haberle pegado a un hijo pequeño por travieso. Pero lo que me tranquiliza es saber que, si bien es verdad hay muchas cosas de las que me arrepiento, no hay ninguna de la que me sienta avergonzado.
¿Cómo nace el Centro de Altos Estudios Juan Gossaín?
Mi mujer, periodista también muchos años, fue decana de comunicación social de la Tadeo Lozano. (No sé por qué lo llaman comunicación social, con una expresión tan fea y tan insípida). Fue decana de periodismo, que es la palabra más bella del idioma. Entonces quedó con el hábito de los sistemas académicos. Cuando nos vinimos a vivir a Cartagena, mi mujer, mi hija y yo, un día a mediados del 2010, abrí mi correo electrónico y encontré que alguien me mandaba un mensaje anunciando un Centro de Altos Estudios Juan Gossaín. Pensé que alguien estaba abusando de mí y de mi nombre, que estaba arbitrariamente usándolo, lo cual me pasa a cada rato. Ahora hay un señor que escribe en Twitter: ese Twitter no lo manejo yo. Todo el mundo sabe qué es lo que está pasando menos yo. No tengo ni idea. ¿Y sabes qué me sorprende?, ¿qué me parece absolutamente asombroso?: la buena fe con la que lo están escribiendo. Por lo que me cuenta la gente, pone cosas ingeniosas. Generalmente el internet sirve para que con un seudónimo alguien se ponga a insultar a los demás. Pero me parece curiosísimo eso… Entonces me llega un mensaje y de pronto me doy cuenta de que el mensaje me lo mandaron mi mujer y mi hija, que resolvieron hacer eso; darme el hecho cumplido: ‘Aquí está esto, ya va a lanzarse’. Me pareció una muy buena idea. Hemos tenido unas experiencias académicas estupendas. Mire, ha venido gente increíble de Venezuela, de Panamá, de las Antillas, de Colombia, de todas partes, de la selva del Amazonas, de la llanura del Casanare. Eso me alegra mucho. Lo único que nos proponemos con este Centro se puede resumir en una sola frase: que los colombianos aprendan a discutir sus discrepancias sin necesidad de matarse ni de gritarse: ‘Venga e intente convencer al otro de que usted tiene la razón’. Por ejemplo, en materia electoral, hicimos un gran foro sobre elecciones… Era una maravilla ver a los asistentes discrepando profundamente; era gente que no tenía nada en común y era muy grato ver en ese salón cómo intentaba el uno convencer al otro sin necesidad de ultrajarlo ni de ofenderlo y menos de pegarle o dispararle y esas cosas.
¿Habla de política o es un tema vedado para usted?
Yo no hablo de política partidista. Cuando estaba en el periodismo, por razones éticas, había que guardar unas equidistancias con esas cosas. Y… ¡se me quedó la costumbre pegada de esa vez! Usted sabe que yo siempre fui muy cuidadoso en eso, no solo por razones periodísticas sino por razones de ética humana. Una vez, en una entrevista por televisión, le preguntaron a mi mujer que si es verdad que ni ella sabe por quien voto yo. Y ella hizo una broma que me pareció buenísima porque fue justa. Dijo: ‘Peor, yo creo que ni Juan sabe por quien termina votando’. Pero sí hablo de política: de lo que valga la pena hablar.
Le pregunto por este motivo: yo vivo hace diez años fuera de Colombia y normalmente siempre que entrevisto a cualquier personaje colombiano le pregunto por ese tema: qué piensa de Colombia en estos diez años, qué ha pasado. Me gusta preguntarlo porque descubrí esa polaridad que se genera cuando uno hace la pregunta: están los que dicen que todo cambió, que este es un mejor país, que todo está mejor y están los que dicen que no, que el país cayó en un infierno y citan los casos de corrupción, la violencia…
Y me parece que eso que usted dice es una adecuada manera. Una manera muy atinada de ver la realidad. Yo no soy radical, nunca lo he sido ni de niño ni de adulto ni de ex periodista. A mí la vida me ha enseñado a entender que la verdad se arma con pedazos de muchas verdades; no hay una verdad absoluta. No hay nadie que tenga una verdad absoluta. Lo más probable siempre es que con pedacitos de verdades de cada uno se puede hacer una verdad completa. Creo que con el país pasa eso. A mí me preocupan mucho los fanáticos. Alguna vez escribí que el fanatismo es la alcantarilla por donde desagua el alma. Le tengo pavor a eso. Todos los fanáticos son iguales. Todos. Mire, sobre todo, si me permite la expresión, ¿sabe quiénes son ‘más iguales’?: los que más extremistas son. No hay nada que se parezca más a un asesino desalmado por razones de fanatismo, que un cura fanático. Ellos creen que son los más distintos del mundo, pero son iguales. Todos los fanáticos son iguales: musulmanes, católicos, cristianos, ateos, todos. Por eso no juzgo nunca los hechos con un sentido tan rotundo. En ese sentido a mí me parece que en el país han ocurrido muchas cosas, en los últimos diez años, que es el tema que usted plantea y que muchas de esas cosas son positivas. El país ha venido sintiendo una sensación de seguridad mayor que la de antes. Es obvio que hay una mayor cantidad de trabajo, frentes de trabajo que reducen el desempleo. Pero también me parece que frente a eso hay unas dudas éticas, y de ética social, que son muy graves. Usted sabe a qué me refiero. Es decir, ¿a nombre de tener más seguridad se puede violar la intimidad de las personas interviniendo sus comunicaciones privadas?, ¿se puede inventar?, ¿se puede engañar al país inventando falsas desmovilizaciones de guerrillas o de autodefensas paramilitares solo porque el fin justifica los medios?…
Si en nombre del supuesto progreso del país y de tener una imagen más limpia afuera, se vale todo eso…
Ahí hay una cosa delicadísima: la gente, incluso los estudiosos, se han acostumbrado a tomar literalmente los consejos de Maquiavelo al príncipe. Lo primero que hay que entender es que Maquiavelo no estaba diciendo que eso es lo que debería hacerse. Maquiavelo lo que hizo fue ponerse en el pellejo de un político y trascribir toda la antiética de la política. Cuando Maquiavelo decía ‘El fin justifica los medios’ estaba diciendo eso desde un punto de vista de oportunismo político, pero no desde un punto de vista ético. Yo tuve un debate aquí, en el Centro de Estudios, que creo que explica eso muy bien, con un hombre que es muy conocido, un politólogo, J. J. Rendón. En ese seminario terminamos en un debate bien interesante, que tal vez explique todo esto que estoy intentando decirle. Él llamaba a eso, al maquiavelismo, el lado pragmático de la política, el sentido pragmático. Entonces yo le dije: ‘Mire, lo que usted llama pragmático es lo que yo llamo cínico’. Tal vez por eso soy periodista y no político, porque, y aquí aparece Maquiavelo de nuevo: cuando yo leo muy joven que Maquiavelo dice que en la política el objetivo no es la moral sino el poder, resolví que eso no era para mí. Eso es a lo que me refiero. Si las violaciones de la moral, la violación de la ética, justifican los resultados en cuanto al caso colombiano, yo no estoy de acuerdo. ¿El fin justifica los medios? No siempre. Creo que con eso se podría hacer de todo…
Y, de hecho, se ha hecho de todo en la historia de la humanidad…
Lo que estamos oyendo ahora de los últimos diez años es eso: que con tal de lograr unos resultados se pasó por encima de los límites éticos. Y me parece que los resultados son buenos, pero el origen es malo. Quiero decir que los resultados están viciados, creo. Eso es lo que pienso de esa materia. Es muy complicado para mí porque no soy muy adepto a la cosa política. Siempre he creído que un periodista y un político son términos excluyentes, son por naturaleza contradictorios. La función principal del periodismo es la vigilancia del poder y todo poder es corruptor. Y creo que los ejemplos puntuales lo que hacen es enredar el debate. Es que fue la señora del DAS la que chuzó el teléfono. No, no, que no se trata de eso, se trata de un montón de cosas lo que el periodismo no puede olvidar. El periodismo no puede olvidar. El periodista no puede olvidar que su función primordial es la de fiscal. Mire, un periodista, para reducirlo a términos elementales, es un señor al que le paga una empresa pero que trabaja para la opinión publica. Y en ese sentido quien manipula a la opinión pública es el político. El buen periodista no creo que lo haga por completo, no creo que sea suficiente con eso, pero es fundamental. Sin duda.
Don Juan, hablemos de literatura. ¿Qué lee ahora? ¿Qué le gusta leer? Hábleme de libros.
He llegado a una conclusión que no la comento mucho con la gente porque da la sensación de vejez y decadencia —y suelta una carcajada—. Estoy dedicado a una cosa mucho más agradable que leer: a releer. Estoy dedicado a releer lo que me gustó a lo largo de la vida. ¡Usted no se imagina lo que estoy disfrutando ahora! Por ejemplo, estoy releyendo a Shakespeare completo. Estoy leyendo lo que siempre me gustó de la poesía española, que es menos bueno de lo que los españoles creen, pero que lo que tiene de bueno, es bueno de verdad. Estuve leyendo a Quevedo, que a mí me fascina. A Antonio Machado. No estoy leyendo cosas nuevas casi. La vida me ha enseñado que hay que volver a lo que a uno le gustaba, tanto los lugares como los libros. Las películas, en estoy en eso también estoy, viendo todo lo que me fascinó. Todo Hitchcock, que me pareció un gordo fascinante que descubrió que asustarlo a uno era buen negocio. Estoy dedicado a ver los clásicos del cine. He vuelto al Ciudadano Kane. Estoy dedicado a todo es más que nada y ¿sabe qué? Me parece como si me los estuviera leyendo o viendo por primera vez. Es una maravilla. Descubrir siempre algo que no había notado la vez anterior, lo que significa que cuando terminas de releerlos lo que quieres es empezar de nuevo a releer porque siempre hay algo nuevo. Estoy en eso. En este momento leyendo novedades, no. Es que ¿sabe?… he aprendido a desconfiar de la cosa promocional nueva. Me parece que hay mucho de publicidad en eso. Simbólicamente hablando, a mí me mandan todos esos libros y yo los meto en una nevera imaginaria para que se enfríen ahí un rato. Los libros son como la comida. Una comida que no resiste ser comida fría no vale la pena. Ese cuento de los cocineros de que hay que tomar caliente…¡no!, al contrario, la prueba de enfriarse la tienen que resistir los libros, o una película. Lo que no resiste el paso del tiempo no resiste nada.
Hablando de géneros de ficción, ¿qué historias le gusta que le cuenten?
De todas maneras aunque no esté en eso, a mí lo que me gusta realmente de la literatura es otra cosa, y conste que lo he venido a entender es ahora. Yo estaba equivocado: en un comienzo, cuando empecé a escribir, tal vez por razones de inexperiencia juvenil (lo peor de la inexperiencia juvenil es que uno no sabe lo que quiere para sí mismo), creí que lo que más me interesaba literariamente hablando era el entorno, el ambiente. Siempre pensé que el Caribe, para poner un ejemplo, lo que tenía de seductor es lo que tiene de turístico. El Caribe de tarjeta postal; señoras en vestido de baño… Ahora he venido a entender que lo interesante del Caribe son los seres humanos. Que el Caribe le da a la gente una manera de ser, de comportarse, de hablar, incluso, en lenguajes distintos. Entonces poco a poco he ido llegando a la conclusión, que me parece definitiva, aunque uno nunca está seguro, de pronto la próxima vez cambia, pero por ahora estoy seguro de que lo que me interesa literariamente son los sentimientos humanos. Por eso he terminado por redescubrir a un autor que en mi juventud me pareció muy pesado y que ahora en cambio me resulta fascinante por los cambios que tuve precisamente en esos años. Ese autor es Sófocles. Nadie entendió el alma humana mejor que Sófocles. Entonces lo que me interesa hoy son los seres humanos. Qué es lo que hace sufrir a la gente, qué es lo que la hace disfrutar, qué es lo que hace que una persona sea como es. Es decir, ya el Caribe no me interesa como tarjeta postal. Me interesa la gente que vive en el Caribe. Por qué actúan así, eso me interesa. No sólo para escribirlo yo, sino incluso para leerlo. Cada vez me interesa menos la literatura turística y me cautiva más la literatura de los sentimientos humanos.
Tengo este recuerdo, un recuerdo de muy niña: a mi casa llegaba la Revista del Domingo, de ‘El Espectador’. Yo recorté varias de esas crónicas y en ellas usted repetía que se hizo periodista porque tenía que contar la historia de por qué el lugar en el que usted nació se llama San Bernardo del Viento.
Es verdad, yo he dicho eso en broma —ahora son varias carcajadas—, pero es una broma en serio. Es verdad, yo siempre he dicho eso —y se sigue riendo—. He ido refinando la teoría. Digo que en mi caso no tiene gracia ser periodista ni escritor porque cuando uno nace en un pueblo que se llama San Bernardo del Viento está predestinado, no…, más que predestinado, condenado a ser escritor, porque lo mínimo que tiene que hacer en la vida es explicar el origen de un nombre como ese, y lo he hecho varias veces. Es un poco una broma en serio. Y digo que es en serio porque desde las primeras historias que yo conté, creo que todavía sigue quedándome algo de eso, hago alusiones, menciones, referencias, todo lo aprendí en San Bernardo del Viento. No he aprendido nada desde que salí de San Bernardo del Viento. Todo lo que tenía que saber, lo supe allá. Cómo es la gente, cómo son los vecinos, cómo es la maldad humana, cómo es la generosidad humana. Todo eso. De modo que no he vuelto a San Bernardo del Viento. He estado a 20 kilómetros pero no he vuelto.
Y eso… ¿por qué?
Todo el mundo me pregunta eso. Incluso la gente del pueblo. Escriben, vienen, son muy generosos. No, por una razón. Yo no sabía cuál era la razón. Yo tenía el sentimiento, que se volvió persistente, de no volver a San Bernardo del Viento, no sabía claramente por qué. Una vez estuve en Alemania y fui a conocer dos cosas que hay que conocer: la catedral gótica de Colonia y la casa donde vivió Goethe en Weimar. La casa donde vivió Goethe, por fortuna, es hoy un jardín inmenso, un parque; bueno, cuando él vivía allí también, y él hacía una cosa muy curiosa que no hacían sino él y Hemingway, que yo sepa: escribían caminando. No sé cómo podían. Y entonces iba caminando, siempre por ese jardín. Lo que han hecho, con muy buen gusto, con muy buen criterio, es poner unos escaños porque es muy grande, como de mármol, y en cada escaño hay una frase de Goethe. Me senté y el escaño en que me senté decía un pensamiento de él: ‘Las cosas no son como son sino como uno las recuerda, porque el hombre no es lo que es sino lo que sueña.’ Y esta es mi relación con San Bernardo del Viento: se quedó congelado en el tiempo. A veces pasan cosas muy cómicas, porque por ejemplo mi hermano a veces me escribe o me llama a propósito de alguna crónica mía y de algún texto, y me dice: ‘Eso no queda ahí’, y yo le contesto: ‘Pues quedaba en mis tiempos’, y él me dice: ‘Tampoco en tus tiempos’. Entonces queda en mi recuerdo. Entonces, ¿qué voy a buscar yo a San Bernardo del Viento?, ¿voy a confrontar mis recuerdos con la realidad? Esa es una especia de careo judicial entre lo que uno recuerda y lo que ocurre en la realidad y, naturalmente, la realidad siempre gana. Cuando la realidad gana se convierte para uno en un gran sufrimiento. Ya la novia de la juventud no es tan bella como la recuerdo, debe tener ocho hijos y está gordísima. Los amigos se han muerto. Los lugares no son tan grandes como uno cree. La nostalgia desordena los recuerdos. Ese gran patio en que uno jugaba… uno se va a ver y es una cosa de este porte —y hace una señal de muy pequeño con sus dedos—… No es que uno no tenga sentido de las dimensiones, es que la nostalgia es muy imaginativa, entonces, ¿a qué voy?, ¿a comprobar eso? No. San Bernardo del Viento se queda como lo recuerdo y así se quedó para siempre. Para mí es un recuerdo. ¡Imagínese! Si yo sé eso, ¿para qué me someto a ese interrogatorio con la realidad?, ¿para que me gane? No le doy ese gusto a la vida. No. San Bernardo del Viento sigue quedando en donde creo que quedaba, sigue siendo como creo que era. Y desde hace cuarenta y dos años que salí de ahí directamente a Bogotá, desde entonces, no se ha muerto nadie, ni ha nacido nadie, ni ha envejecido nadie. Esa es la razón verdadera. No lo digo mucho porque a la gente no le quedaría fácil entender eso.
¿Sabe? A mí me acaba de pasar algo muy parecido. Yo soy de Cartago. Hace dos semanas estuve en Pereira. El amigo que me fue a ver a Pereira me contó que ahora hay una nueva autopista que lo lleva a uno a Cartago en veinte minutos. En un principio pensé que si mi amigo me ofrecía llevarme a Cartago, aceptaría. Y él me ofreció, me dijo: ‘Laura, ¡te llevo!’. Pero cuando estaba allí, con las maletas en la mano, no quise. No fui capaz. Le dije que no. Después me sentí arrepentida, pero es que no quise ir: ‘algo’ me detuvo…
¡Hizo muy bien! —y abre sus brazos—: los mejores recuerdos de la vida no se pueden someter a la realidad. A usted su amigo le dijo ‘Te llevo’, ¡a mí me la hicieron peor!
¿Lo llevaron?
Yo estaba en Lorica, que es una población que está a 20 kilómetros de San Bernardo del Viento, y me pusieron un helicóptero. ‘¡Vamos!’, me dijeron. ‘Yo no voy a nada’, dije. Y me dijeron: ‘Ya que estamos aquí…’ Y yo les dije: ‘¿Y a ustedes quien les ha dicho que yo quiero volver?’. No voy a volver a San Bernardo del Viento. Probablemente, ya eso no depende de uno por razones obvias, regrese ‘con los pies para adelante’, como dicen allá. Cuando lleven el ataúd, si deciden enterrarme allá. No sé. Pero mientras pueda decidirlo y si depende de mí, no.
Mi amigo me decía: ‘¡Pero cómo! ¿No quieres ir?, ¿ver a tus abuelos?’. Y yo no fui capaz. No sé por qué. Tal vez saber que iba a ver las tumbas de mis abuelos que murieron allá mientras yo estaba lejos… Creo que ahora, oyéndolo a usted, entiendo por qué fue más fuerte la intención de no ir. Mi Cartago es el recuerdo de una casa colonial, la de mis abuelos…
¡Hizo muy bien!: está recordando a sus abuelos como eran. ¿Iba a ir a ver tumbas? ¡No! A lo mejor recuerda que las lluvias duraban todo el día… y no: duraban diez minutos, pero la nostalgia tiene esa virtud: es una nostalgia poética.
Peor: yo, más que lluvias, recuerdo perfectamente tormentas eléctricas, pero mi mamá dice que exagero…
¡A lo mejor nunca hubo tormenta! Pues en mi Cartago—y me señaló con el dedo índice—, el que yo recuerdo, sí, y así se quedó. Si yo recuerdo tormentas, ¡déjenme con mis recuerdos! Uno es lo que recuerda. El hombre es lo que recuerda… o lo que sueña. Que son dos cosas que parecen tan distintas. El recuerdo lo que trae son sueños y los sueños ilusiones: son la misma cosa. Los adverbios de tiempo no tienen nada que ver en esto, ni ‘antes’, ni ‘después’: recuerdos y sueños son la misma cosa. Por eso no volví a San Bernardo del Viento, no. Y usted hizo bien. Y eso que su Cartago y el de ahora se deben parecer más que mi San Bernardo del Viento al de ahora, por la distancia del tiempo.
Claro que sí. Pero mi amigo me dijo que igual Cartago había cambiado muchísimo. De hecho me contó que la casa de mi vecina, un caserón gigante en donde también me crié, la tumbaron. Yo no sabía si iba a resistir ese choque: era una casa adonde iba a comer guayabas, tenía muchos árboles, ¡tenía hamacas…!
¡Pues qué bueno que no fue! ¡Hizo bien! —y se me acerca como si quisiera contarme un secreto—: porque ya no hay hamacas y existe la posibilidad, aún peor, de que le digan: ‘¡Aquí nunca hubo hamacas!’
***
Una de sus crónicas, mi preferida, se titula ‘El misterio de las cajas de madera’ y en ella don Juan responde a la pregunta de uno de los lectores de la revista, quien le pide que cuente cómo fue que se hizo periodista. Don Juan le contesta que no es ninguna gracia ser cronista si se nació en un lugar llamado San Bernardo del Viento, pero a su vez narra lo que sería un episodio decisivo en la escogencia de su camino: cuando aún era estudiante de bachillerato, fue testigo del día en que llegaron al pueblo unas cajas de madera, ‘enormes como un barco’ y herméticamente selladas, de las que nadie sabía nada. Las pusieron en el patio de la Alcaldía y soportaron las miradas de los curiosos y las especulaciones del pueblo. ‘Enseguida se puso en movimiento la magia desenfrenada del Caribe’, decía don Juan. Una noche, atormentados por la curiosidad y armados de linternas, tres muchachos entre los que estaba el mismo Gossaín, se metieron al patio de la Alcaldía y abrieron de una buena vez las enormes cajas para saber qué contenían. Se trataba de un hospital prefabricado que le regalaban los ingleses a San Bernardo del Viento. Don Juan escribió: ‘venían las paredes, los techos, las camillas, las jeringas, los medicamentos, las sábanas, los baños, las cortinas, el algodón, los bajalenguas, el alcohol. Lo único que no mandaron fue los enfermos’. Nada más era. Pero contada por Juan Gossaín se trataba de una crónica única, pura, auténtica. Una cadena de hechos reales que bien contados le parecerán al lector inverosímiles. Don Juan envió su historia a El Espectador, y a Guillermo Cano le gustó tanto que lo invitó a seguir escribiendo y le mandó un pasaje a Bogotá para que fuera a trabajar cuando quisiera, él y su voz ronca, firme, timbrada, como venida de adentro de un aparato mágico.
Foto Portada: El Universal
*Entrevista publicada en abril de 2013 en www.hojablanca.net, un medio independiente que le ha abierto la puerta del periodismo y el análisis a nuevos talentos de todo el territorio nacional.
Twitter: @HojaBlanca