Salí el viernes de mi hospedaje (Casa La Escollera, en el Rodadero) a las cuatro de la tarde. ¿Destino? Ninguno, solo andar.
A pocas cuadras me encontré en la vía principal que conduce al centro histórico de Santa Marta. Me enteré de esto por unas busetas azules que en sus parabrisas anunciaban este destino.
Estaba de pie a un lado de la calzada, tratando de descifrar e interpretar qué depararía mi destino aquel día. De repente, sin hacer yo señal o indicación alguna, el conductor de uno de estos pequeños buses detuvo su marcha frente a mí y exclamó: "Al centro histórico, primo, dos mil barritas".
Lo tomé como menaje y me subí.
Es un trayecto corto del Rodadero a Santa Marta; una pronunciada colina es lo que los separa.
Ya dentro del pequeño automotor, un joven venezolano improvisó unas cuantas rimas referente a cada uno de nosotros, nos sacó más de una risa. Todo esto por unas cuantas monedas que el chico amablemente agradece, sin detenerse a mirar quién entrega ni cuánto le dan.
Finalmente no llegué al centro. Reserve aquella visita para otro día. En mi mente, los recuerdos de años anteriores con mi pequeña Sofy en la espectacular marina de la bahía samaria centraron mi brújula en aquella dirección.
Duré dos horas de larga caminata deleitando los sentidos y visualizando yates y veleros atracados en el horizonte. Una suave brisa marina refrescaba el momento, y el transitar calmado y desprevenido de turistas y aldeanos inspiraban tranquilidad a mente y cuerpo.
Después, y como cierre de novelas, una Club Colombia humectó mi garganta mientras el moribundo sol, con agonía, derramó sus últimos destellos sobre las apacibles aguas de la afamada ensenada.
Ya les contaré acerca de Minca.