Siempre que veía a su padre Mario Duarte tenía que soportar un rosario de regaños. Su amor por la noche, el rock y la anarquía lo hacía el objeto de las críticas de Eliseo Duarte, el pastor evangélico que puso una de las primeras iglesias pentecostales de Colombia. Cuando tenía 15 años y escuchaba por Carlos “Panelo” Olarte a The Clash, el nuevo sonido que venía de las alcantarillas de Londres, Duarte supo que quería hacer música dura, descarnada, completamente diferente al góspel que le gustaba a su padre.
Por Panelo supo de los Punk y vio el primero piercing de su vida. A comienzos de los años ochenta Colombia se adentraba a su momento más oscuro. Los barones de la droga se tomaban el país y la amenaza del terrorismo se asomaba como una sombra por las calles del país. A punta de cigarrillos y noches en vela Mario se escurría entre las ciudades en las que le tocaba vivir: nació en Barranquilla, vivió en Medellín y aterrizó con su familia en Bogotá. Eran seis hermanos y entre todos bregaban a sacarle el quite al aburrimiento gris que se tomaba a la provinciana capital en los ochenta. Su mamá, Marlene, fue la que le alcahueteó la música. A ella le encantaba la zarzuela y las baladas de Doménico Modugno y Nino Bravo. No supo cuándo ni cómo pero una tarde uno de sus hermanos llevó un disco de Eagles y todo cambió. El rock no hizo más que acentuar su rebeldía anárquica. A los 16 Don Eliseo le dijo que se fuera de la casa. Vagó y caminó. Chupó toda la música que pudo hasta que en 1990 se reúnen por primera vez el percusionista de la Universidad Nacional y con el mismo Panelo y, casi sin quererlo formaron La Derecha el grupo de rock más importante de la historia de un país de músicos en donde el rock nunca fue una especialidad.
Mario era el frontman idóneo. Tenía carisma y su cara huesuda afilada, le resultaba sexy a las muchachas. Su actitud hizo que, además de rockero, resultara actor. En 1998 recibe su primera oportunidad en televisión actuando al lado de Margarita Rosa de Francisco en La madre. Un año después vendría la locura.
Cuando le dijeron que Fernando Gaitán, el autor de Café con aroma de mujer lo buscaba para darle un papel en su nueva novela, la historia de una mujer de gafas, mejilla y caminado estrafalario pensaba que iba a ser un fracaso. Su papel de nerdo era el cliché del tipo gafufo, brillante y torpe que el tanto detestaba en las películas gringas. Sin embargo, todos aprendieron a amar a Nicolás Mora y a Betty la fea. Una de las pocas cosas que agradece por haber participado en la telenovela más popular de la historia de la televisión latinoamericana fue que le permitió conocer Nueva York. Allí paseó por las calles bohemias del Greenwich Village cincuenta años después de que lo hicieran los beatniks y se tomó fotos frente al Chelsea Hotel, el lugar en donde Janis Joplin le hizo sexo oral en uno de sus ascensores a Leonard Cohen, el sitio en donde Patti Smith compuso sus primeras canciones y donde Syd Vicious se suicidó después de apuñalar a su novia poseído por la heroína.
No hubo mucho más que agradecerle a Nicolás Mora. Un artista como Mario Duarte, autor de Balas de bebé y otras canciones de cuna, uno de los cinco discos más importantes que se han hecho en Colombia, no necesita de la popularidad plana y efímera que puede dar una telenovela. Quiere que lo reconozcan por su música y por sus papeles en el cine entre los que se destaca el de Álvaro Hernández en Los actores del conflicto.
En la calle ya cada vez menos le entusiasma que lo llamen Nicolás y le pregunten por Betty. A veces se pone una capucha y se pierde por la Candelaria. Las jovencitas lo siguen mirando con deseo. A sus 54 años Mario Duarte, dicen ellas, está mejor que nunca.