6 y 7 de noviembre
Los cadáveres en la plaza Márquez
reunidos y lavados
con grandes chorros de agua
como si la culpa odiara la sangre
y el agua borrara la huella del crimen.
Los soldados con sus rostros de humo,
sus ojos bermejos y alucinados
balancean nerviosos sus fusiles
como si la barbarie continuara.
Alguien grita: ¡este es el presidente!
y una masa de carbón apagado
sostiene entre sus manos y asombro.
Hay cuerpos calientes sin vida,
tatuajes de pólvora en sus cabezas
leños encendidos que caen del techo
como negras mariposas de fiesta.
Veintiocho horas (día, noche, día)
de fusiles contra togas
de cascabeles contra letras
como si una orquesta de odio
irrumpiera el escenario.
Magistrados en el laberinto:
escudos de sus rehenes
dianas de su liberadores,
invitados a presidir un juicio
fueron sentenciados, mientras
unos apuntaban, otros disparaban.
En las hogueras de la intolerancia
los civiles fueron sacrificados
como reses apestadas,
como flores marchitas
en el Florero de la Casa.
Nadie quiso escuchar su llamado
Doctor Alfonso Reyes Echandía:
ni el preso en la Casa de Nariño
ni los soles en el Tequendama
ni aun sus alucinados captores.
Nadie pudo ordenar algo tan claro:
«que cese el fuego inmediatamente»
y las balas y los tanques respondieron
y el fuego abrasó aquel palacio
de anaqueles y expedientes rotos
y, antes de las doce, la justicia no pudo
regresar a su casa de sentencias,
perdió su zapatilla de cristal
y el traje que vestía la patria vencida.
Y la noche y la lluvia como coreografía
de la ciudad vulnerada y amarga
acallaron el crimen en las sombras.