En la época de estudiante me fascinaba escuchar un programa radial que se transmitía de lunes a viernes a las ocho de la noche por la cadena Caracol. Esas dos horas que duraba eran sagradas para mí, tanto que decenas de veces preferí sacarle el cuerpo a seductoras invitaciones de la novia con enfermedades o tareas inventadas para quedarme allí, acostado en mi cama de pensión, escuchando el programa y morirme de la risa y así poder paliar tanto sufrimiento de esa época de universitario.
Fue tanta la importancia para mí del programa que a veces pienso que no hubiera sido viable mi vida sin él. Eran épocas aciagas y difíciles, llenas de errores y adicciones tormentosas que no hubieran tenido salida sin ese consuelo que me producía el programa. Desfogué todos mis rencores y frustraciones a través de los bravos locutores que peleaban, discutían y defendían a sus equipos de fútbol de provincia. Lo que digo tiene una explicación psicoanalítica, pero solo me limito a decirles que el programa fue de gran ayuda para mi salud mental. Fue como una catarsis, como un camino para liberarme de tantas emociones negativas que cargaba por esa época. No es exageración, así de ese tamaño era la necesidad para mí de La gran polémica de los deportes.
A la 8:10 de la noche su director Hernán Peláez abría el programa saludando uno a uno a los participantes en las distintas plazas del país. Me acuerdo como si fuera hoy: al primero al que le abrían el micrófono era a Weimar Muñoz Ceballos en Medellín y este, siempre señor, le contestaba con unas buenas noches a todos. Y luego seguía el mejor. El amigo entrañable, el duro de los duros, el propio de la narración deportiva de todos los tiempos: el internacional, el campeón de campeones, el inolvidable negro Edgar Perea Arias, respondiendo el saludo de Peláez con un "aquí, como un cañón”… ¡Oh! Aquellos tiempos de efímeras y prestadas riquezas materiales y a la vez de duras miserias de espíritu...
El saludo de los otros polemistas venían a renglón seguido, claro, si no se atravesaba antes el gran bufón de Jaime Ortiz Alvear con algo chistoso. El carbonero de Rentería en Cali con su apunte sagaz; Céspedes con su decencia en Pereira y el profesor González en Bucaramanga con su mamadera de gallo saludaban con pequeñas noticias de sus plazas y luego el otro y el otro y el otro. Allí comenzaba entonces el show, y yo, me acuerdo ahora, colocaba mi paquete de Marlboro en la mesita de noche y apagaba la luz de mi cuarto para que nadie fuera a molestarme. Los otros compañeros de pensión me ayudaban a veces a sortear la intensidad de la novia que se metía a ver si era verdad la excusa que había inventado.
Podría escribir un libro, o tal vez dos o tres sobre esa época y ese gran programa deportivo sanador de almas, pero solo escribo esta nota para decirles que regresa Hernán Peláez a la radio. Bienvenido maestro.