Reconocimiento. Hace unos días, estaba pensando en la forma de construir un argumento y, sobre todo, cómo demostrarlo. En la ciencia política hay una obsesión, o una búsqueda, por encontrar relaciones causales. En las demás ciencias también, pero en esta parte de las ciencias sociales es un asunto relativamente reciente, de las últimas dos o tres décadas. En la medicina es algo ya de siglos pensar, por ejemplo, qué microorganismo produce una enfermedad. Si el virus X entra al cuerpo entonces causa Y enfermedad, es la hipótesis de la causalidad, en términos modernos. Pensaba entonces en cómo entrevistar a un grupo de personas puede iluminar esa idea de las causas: con el análisis de esas entrevistas, ¿podríamos decir que el carisma de un individuo produce o es la causa de un efecto político (votar o protestar)?
La búsqueda de la causalidad se asocia con rigor. Lo demás, dicen algunos, son historias, son anécdotas, son sesgos. Yo no creo que esa obsesión con la causalidad sea particularmente interesante porque las grandes preguntas de las ciencias sociales son muy difíciles de responder si se empieza por la obsesión con el método. Sin embargo, sí aprecio la pregunta teórica, ¿cómo sabemos que una cosa causa otra? Decía entonces que estaba pensando en si la información de un conjunto de entrevistas sería útil para elaborar y probar un argumento causal. En búsqueda de inspiración, volví a un libro clásico de una profesora que respeto mucho. Ella usa entrevistas en su trabajo y elabora argumentos causales. He tenido una relación con ella de alumno-profesor hace algunos años y siempre es correcta y distante. Es una buena mentora, pero sé muy poco más de ella, no hay espacio, o yo no los he encontrado, para discernir qué hay detrás de la profesora.
Leer su libro de nuevo me resultó muy útil. Tanto por la forma, entendí cómo pasa de las respuestas de unas entrevistas a un argumento causal, como por el fondo, recordé cómo reivindica el papel de la moral y las emociones en la actuación política, más allá de cálculos racionalistas. Terminé emocionado al leer el libro y decidí decírselo. Eso iba en contra de la forma de relación que habíamos construido, con intercambios alrededor de lo absolutamente necesario y con cierta precaución mía de no ser imprudente con alguien tan ocupado como ella.
Me respondió y me dijo que me agradecía mucho que le hubiese compartido esa emoción y que haber recibido mi correo le había alegrado el día. Unos días después hablamos por Zoom y me volvió agradecer, con una sonrisa que no le conocía. Pensaba en cómo necesitamos, o valoramos, el reconocimiento de los demás.
Perder. En estos días de Copa América, Eurocopa, Tour de Francia, Wimbledon he pensado en la derrota. Es que los lentes en los deportes suelen ir con los ganadores, obviamente, pero hay grandes historias en los derrotados. Me parece que es más importante aprender a perder, a descubrir cómo reacciona uno en la derrota para intentar mejorar esa reacción, preguntarse cuando pierde porqué exactamente quisiera ganar. La razón es obvia: la mayoría de las veces uno pierde, de alguna manera. Es mentira, construida por las redes sociales y los medios de comunicación, que la victoria sea usual, que sea la cima. La victoria casi nunca se repite, casi nunca es un final. La derrota sí es más común: la columna suele salir regular, la aplicación suele ser rechazada, el trabajo suele ser insatisfactorio para el jefe, la relación suele ser peor de lo que podría ser
Hay varias imágenes de las derrotas deportivas de estos días que he apreciado especialmente. Federer, con casi 40 años, caminando por las canchas de Wimbledon, con un ojo en el retiro y otro en el próximo partido. Luchando, por momentos, con el juego, como si quisiera ya irse. En otros momentos, con ganas de demostrar que todavía es mejor que los demás. En esa lucha, pasa de perder un set 7-6 a perder el siguiente 6-0. ¿Cómo decidir dejar la cima cuando se ha sido el dueño de ella?
Sergio Higuita y Nairo Quintana rozando la etapa en el Tour de Francia para ser derrotados en la última subida, en dónde casi siempre han sido los mejores. Higuita tratando de encontrar su lugar como corredor que puede liderar un equipo y Nairo meditando el sentido de su carrera en el equipo Arkéa. Luis Díaz, en la selección Colombia, coronando la mejor actuación individual de un colombiano en los últimos años. El equipo perdió, él ganó. Debe celebrar. Algo que Messi ya no puede hacer: acostumbrado a todos los logros individuales, y a muchos colectivos, ya solo le vale la victoria de su equipo.
El más sorprendente, de lejos, Mark Cavendish: el embalador británico, después de estar al borde del retiro, de pasar años sin ganar y en una depresión profunda, logró ganar cuatro victorias de etapas en la competencia más dura del ciclismo. Hace un par de semanas no pensaba participar en ese Tour. Dijo: “Nunca dejes que nadie te diga qué puedes hacer o cuándo te debes retirar”. Vemos las cuatro victorias, pero no vemos los dos años perdiendo, la depresión en las noches.
Recordaba esa frase de Borges, “la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”. Esa dignidad, creo, está en la honestidad de la lucha.
Nostalgia. Una de mis obsesiones desde que recuerdo es entender la nostalgia. Por allá en la adolescencia, cuando la niñez se queda atrás y veía que venía la adultez, escribí alguna vez que ese era el sentimiento más difícil para mí. Nostalgia, una observación del pasado que ya fue y no vuelve, de los amigos que tomaron otros rumbos, de las oportunidades que no se tomaron. Pero una observación con algo de amargura, no del todo tranquila que sería la paz del que no tiene ataduras y tampoco caótica que sería tristeza, rabia. Pensaba en la nostalgia dejando a Elena las primeras veces en el jardín infantil. Termina este tiempo de convivencia estrecha con ella, más largo y más intenso por la pandemia. Debe ir a descubrir el mundo y ya no voy a estar ahí para ver cómo lo hace. Siento algo de nostalgia por esos días en que el mundo éramos la familia y el barrio y no había nada más. Y emoción de que lo descubra, claro.
Veo ahora que ella empieza su relación con la nostalgia: los primeros días solo había emoción por el mundo ampliado, pero ahora un poco más de dudas, más preguntas, más ausencias. ¿Todos los días voy al colegio? ¿Puedo llevar a la mamá al colegio? Supongo que se va formando en su mente algo de pasado, una conciencia del futuro. Antes solo estaba en el presente.
Certezas. Mataron al presidente de Haití. Hasta ahí, los hechos. Algo así escribí en la última columna, en relación con el atentado a Duque. Esa columna causó mucho más interés del que esperaba. Gotas en el océano, batalla perdida: mataron al señor en Haití y acá, en segundos, miles de opiniones sobre los colombianos que estaban en Haití. Asesinos, mercenarios, paramilitares. Análisis flojos: que se vuelven asesinos porque no les pagan bien, cómo si faltara notar lo obvio, que la inmensa mayoría de militares retirados jamás cometen un crimen. Publican las redes sociales de los supuestos asesinos, y ya se encuentran ahí amenazas a la familia y a sus hijos. El presidente asesinado es elevado a mártir de la democracia por quiénes absolutamente nada saben de Haití. Tantas certezas de tantos ignorantes. Un desperdicio: cuánto placer en la ignorancia, que puede ser el camino a descubrir sin prevenciones.
Todo de afán, todo por un link, todo por un titular que genere más clics. Pasan los días, y empieza a haber matices. Otras facetas de la historia. La realidad no es en blanco y negro, analizar es difícil. Pero quedarse callado es aún más difícil. Opinemos, entonces.
@afajardoa