No será fácil y tomará tiempo. De entre las cenizas y los escombros de la actual confrontación, aun con el olor de la pólvora, el ruido de los disparos y las explosiones, y sobre todo, con el dolor profundo por las vidas que partieron o fueron lastimadas y la sangre que ha sido derramada, Cali tendrá que optar por el único camino viable: el de pacíficamente, mediante el diálogo y la concertación, encontrar su destino.
Claro que también se puede optar por creer que “aquí no ha pasado nada” y volver a lo de siempre, hasta que un nuevo estallido social nos haga despertar. Hace ya un buen tiempo que la ciudad dejó de ser la Sucursal del Cielo.
Lo ocurrido en el sector de Pance y Ciudad Jardín, esa arremetida violenta con armas de fuego en contra de la Minga Indígena, coloca la situación en el nivel que algunos analistas de conflictos llaman un “punto de no retorno”.
A muchos puede parecerles extraño y desafiante que un grupo de las comunidades indígenas transiten por la ciudad, apoyando de distintas formas la movilización social del paro, como parte de un hecho social y político de protesta sin antecedentes en la ciudad, algo que tomará tiempo poder entender y asumir en toda su complejidad.
Pero se llega demasiado lejos cuando en medio del temor, la frustración y el enojo, con un paro extendido riesgosamente en el tiempo y en toda la ciudad, sectores de la sociedad la emprenden a bala contra manifestantes, muchos de ellos en una expresión pacífica. Hay que decirlo en voz alta: aun en la circunstancia más difícil y de lo que se llama “vacío de autoridad”, ni las armas ni la violencia pueden ser una opción.
No es de poca magnitud lo ocurrido. Mas antes, durante los días transcurridos del paro y en buena parte de la geografía de la ciudad, el vandalismo hizo su presencia, no por cuenta de manifestantes pacíficos, si no de grupos organizados, pero también otros espontáneos, que se dedicaron al saqueo, la destrucción y el enfrentamiento violento con la fuerza pública, que en no pocas ocasiones, lamentablemente, ha hecho un excesivo uso de la fuerza.
Entre algunos sectores toda esta violencia es celebrada casi al nivel de lo heroico, como algo trasformador o necesario, sin advertir que cuando las guerras y la violencia tocan a las puertas de una sociedad, al final, a todos nos puede arrastrar por igual.
Pero lo anterior, por dramático y doloroso que sea, no puede hacer perder de vista un hecho fundamental. Estamos en las que estamos porque una muy buen parte de la población (la mayoría diría yo) con independencia de que hayan estado o no en el paro está al límite con una situación de injusticia y desigualdad a la que las elites y la dirigencia del país le ha dado la espalda históricamente.
El asunto es nacional, pero esta segmentación socioespacial (ricos-pobres) tiene en Cali una de sus más trágicas expresiones, que, entre otros sectores afectados coloca especialmente a los jóvenes en un lugar de profunda desesperanza y enojo. En buena parte fueron ellos quienes llegaron con esta gran frustración y sus manos vacías, “sin nada que perder”, salvo la propia vida, a sostener barricadas (“primera línea”) que hoy “incomodan” a la ciudad.
Entiendo el malestar de muchos con estos bloqueos (que no comparto), pero por sobre todo, entiendo y defiendo que nuestros jóvenes no son el problema, antes por el contrario, deberán serlo de la solución.
Cali es hoy una ciudad y una sociedad profundamente desgarrada y dividida. Este rompimiento violento y traumático impone la tarea de un proyecto de reencuentro bajo el sigo de la reconciliación. Ya la Iglesia Católica junto a otros actores dio pistas creando “Corredores humanitarios” y buscando transformar los puntos de concentración en puntos de concertación, de que este esfuerzo es tan necesario como posible.
De momento, la urgencia es desescalar la expresión violenta de este conflicto. Y muy cerca, creando las condiciones para un examen interno y el inicio de un diálogo sincero, útil y hasta fraterno entre los distintos sectores de la ciudad, incluidas las elites, el gobierno, los empresarios, las iglesias, los jóvenes, la academia, los afros e indígenas, las víctimas y por qué no, las autoridades de la fuerza pública, para hacer posible la construcción de un nuevo proyecto de ciudad.
Se trata de una tarea que debe convocar lo mejor de todos: los sueños, la creatividad, la inteligencia, el compromiso y la generosidad.
Pero la paz y la posibilidad de convivir juntos es también un estado del espíritu, por lo mismo, esta es también una tarea de amor que va al rescate de lo que más nos hace iguales a pesar de la diferencia: la humanidad compartida.
*Analista del Conflicto-Constructor de Paz