Sucedió en Cali, hace pocos días: en medio de una operación de desalojo de varias familias que habían invadido un predio, un patrullero (Ángel Zúñiga) se negó a ejecutar las órdenes de sus superiores, argumentando que lo que se estaba haciendo era una completa injusticia; que él había ingresado a la Policía pensando en proteger a la población y no en maltratarla. Entregó su arma y desafió a la institución diciendo “échenme ya, si quieren”.
Este valeroso hecho fue el punto de partida de un debate, que todavía no termina, acerca de la doble condición que tienen estos servidores: una como agentes del Estado, obligados a cumplir órdenes sin cuestionarlas; y otra como seres humanos, dotados de sentimientos y de inteligencia para analizar el contexto de las operaciones que les encomiendan sus jefes. La pregunta es: ¿tiene derecho un policía a negarse a ejecutar una orden para no obrar en contra de sus principios?
En Estados Unidos también ocurrió algo insólito: en varias ciudades, grupos de policías que habían sido enviados para contener las manifestaciones que se generaron tras el asesinato de George Floyd (por parte de un agente con el apoyo o, por lo menos connivencia, de otros dos) se arrodillaron, como símbolo de apoyo a los protestantes; es más, algunos se quitaron su casco y su armadura, para sumarse a las marchas
Los dos acontecimientos, aunque en diferentes países y en diferentes contextos, tienen un factor común: personas que han ingresado a instituciones estatales de choque, con la condición de que lo único que tienen que hacer es obedecer las órdenes de sus superiores, se han rebelado contra estas, al considerarlas injustas o en contra de sus principios.
Los organismos policiales han sido creados por el Estado, con el buen propósito de garantizar los derechos de los ciudadanos, y salvaguardar el orden social dentro de un país, región o municipio. El problema está en que quienes deciden qué operativos realizar, y la manera de ejecutarlos, no son esos ciudadanos, sino quienes detentan el poder, llámese juez, alcalde, gobernador o presidente. Los comandantes de policía deciden los detalles del operativo (a qué horas, cuántos agentes, qué hacer en caso de resistencia, etcétera), y los agentes solamente obedecen las instrucciones de sus comandantes; se les enseña que su función no es pensar, no es tomar decisiones, es solamente cumplir las órdenes, punto; para eso les paga. Esta estructura tiene sentido si pensamos en la eficacia de estas instituciones… si cada agente fuera deliberante y pudiera controvertir las órdenes sería muy complicado ejercer la autoridad del Estado; infortunadamente, al ser así, la Policía se convierte, en la práctica, en un instrumento de quienes están en el poder y, consecuentemente, es utilizada para el bien o para el mal, dependiendo de sus intereses.
Surge, entonces, la pregunta de por qué se enganchan a la Policía personas que tienen arraigados en sus cerebros principios humanistas, que no les permiten cometer injusticias, a sabiendas de que el trabajo consiste en obedecer. Pues, seguramente, porque no encuentran otro trabajo o porque tienen una visión idealista de la institución. Interesante sería que a los aspirantes se les ofrecieran otras alternativas de trabajo con similares condiciones laborales y prestacionales para que ellos tuvieran la oportunidad de escoger; así se podría saber, quienes, realmente, tienen “vocación” de policías.
Me pregunto, ¿qué pasaría si surgieran muchos “Ángel Zúñiga” al interior de los cuerpos policiales? Quizá nos obligaría a todos a reflexionar sobre el papel de los mismos y tal vez encontremos una manera de sustituirlos por otras instituciones con otros principios y con otras estructuras, de forma que respondan más a las necesidades de la comunidad, que a las de quienes detentan el poder. Resulta muy ilustrativa y esperanzadora la resolución que emitió recientemente (2 de junio) el Ayuntamiento de Mineapolis (ciudad en la que fue asesinado George Floyd) con la instrucción de reemplazar el Departamento de Policía por un sistema de seguridad pública dirigido por la comunidad, ¡extraordinario!... esa es la ruta
Qué bueno sería que, también, los soldados se empezaran a rebelar contra órdenes de sus generales que consideraran abiertamente injustas o, más aún, que los jóvenes se negaran a prestar el servicio militar a que los obliga el Estado, tal como lo hizo Mohamed Alí (el gran boxeador estadounidense de los años 70), quien se negó a incorporarse al ejército para ir a combatir en Vietnam, argumentando que él no tenía ningún conflicto con los vietnamitas, y que ninguno de ellos lo había llamado “nigger”, como sí lo habían hecho sus paisanos blancos. Si esto sucediera, empezaría a gestarse la más grande revolución contra las guerras; los humanos más vulnerables dejarían de ser la carne de cañón con que los humanos poderosos y guerreristas logren sus propósitos. Entonces los pueblos o grupos en conflicto se verían forzados a buscar soluciones a través del diálogo. Esto significaría el fin de la barbarie y el comienzo de una nueva era para la humanidad, la de la hermandad. ¡Soñar no cuesta nada!