Las manifestaciones masivas —marchas si quisieran llamarse así— son un mecanismo político de presión social, pero que en el mundo tienen distintos efectos. En los países en donde no se acostumbra a marchar, cuando sectores sociales o políticos logran la movilización de un considerable número de personas, estas marchas ejercen una presión importante en la toma de decisiones políticas, económicas y sociales. Sin embargo, en los países en los que hay marchas recurrentes, el efecto de esa presión se debilita o incluso desaparece cuando las marchas se vuelven parte de lo cotidiano.
Colombia no tiene una historia de marchas permanentes, pero las marchas en general han tenido poco éxito como mecanismo de presión social frente a asuntos políticos, económicos o sociales. Ello en parte a que el político colombiano es indolente frente a las agendas que las marchas proponen y en parte a que las marchas han perdido su carácter político y social acercándose más a un actuar criminal.
Ese acercamiento delictivo de las manifestaciones tampoco es particular del contexto colombiano y en otras latitudes se han visto estragos de marchas —quemas de autos en París por los chalecos amarillos, el asalto al Capitolio en Washington por los seguidores de Trump— que aumentan la presión sobre los temas de interés a costa de la legitimidad de la marcha misma, sacrificando su carácter de mecanismo político y social, para pasar a un escenario de caos y destrucción.
Colombia en los últimos años ha sido testigo de manifestaciones sociales convocadas por distintos grupos sociales que en su realización devinieron en múltiples actos de vandalismo, pillaje y agresión en casos contra la misma sociedad civil y algunos otros en organismos o representantes del Estado, generando mayores divisiones de las agendas temáticas de interés. Las marchas generan más que simpatía y apoyo, incertidumbre y miedo.
La situación política actual del país caracterizada por una radicalización de los discursos y las agendas pareciera profundizarse más a través de las marchas, que convocan no a la unidad y al acuerdo sino a la intolerancia y la discrepancia, lo cual no quiere decir que no pudiesen coexistir puntos de vista divergentes, pero que a través del diálogo y el consenso no fueran infranqueables. En el escenario de la radicalización de los discursos, de la apatía de los políticos y de la criminalización de las manifestaciones, ¿es útil marchar?