Con excepciones escasas y buenas, las y los congresistas colombianos son una especie de calamidad llena de papadas, maquillajes y malas mañas; así, tal cual, como Juanito alimaña.
Eso explica que con toda su acomodaticia mediocridad, del desprestigiado presidente hacia abajo en esa aún más desprestigiada institución del Congreso de Colombia (y conste que allí todo desciende a los abismos, salvo los sueldos y el clientelismo), estén dispuestos a aprobar como gran cosa el ingreso de mascotas, de perros y otras especies roedoras a sus salones de trabajo, pero se zampen un buen sancocho mientras sin ruborizarse niegan una ley trascendental para prohibir por fin las corridas de toros.
Desde luego hay en el negocio de las ferias y los toros mucho billete y mucho arribismo en escena. Las corridas lucran a un reducido grupo de empresarios, un grupo que con eficientes emisarios congresistas logra llevarla bien; un grupo que tiene muy presente en su estrategia que la mediocridad de estos tipos que habitan en el Congreso los conduce a creer que la gloria se toca cuando en diciembre o enero van a empacharse de trago y tragantona en el remate de corrida en algún hotel donde puedan exhibirse, fotografiarse y cruzar notas con otros arribistas.
La sangre o el suplicio de la tarde de corrida no interesa. Son tan falaces los congresistas defensores de esta cosa, que usan el argumento majadero de que los toros de lidia están hechos para eso; insisten por lo tanto en que si no los lidian y los torturan (porque en eso consiste la bandera de la dehesa, la pica con sus diversas trayectorias de 20 cm en la carne del animal, los arpones de las banderillas, los varios espadazos para matarlo atravesándole algún pulmón, la cruceta del descabello para separarle la cabeza de la columna vertebral, la puntilla de remate, o la arrancada de las orejas al toro apenas agonizante), insisten, pues, en que si no hacen todo eso, la raza desaparece.
Qué tal la cochinada: si no los torturan desaparecen. Ni a Heinrich Himmler, el criminal de las SS hitlerianas que casi se desmaya aterrado cuando asistió a una corrida de toros en la España franquista por los años 40, se le hubiera ocurrido peor oxímoron.
Más mentirosos resultan, y más mentirosas las cortes colombianas, cuando defienden las corridas de toros y su sadismo, acudiendo a la idea gris de que esto es parte de un patrimonio cultural.
Desde luego creen que el patrimonio cultural es solo historia, antigüedad o belleza. Desconocen, porque se hacen o porque son, que en el mundo hay prácticas culturales que son eso, que están arraigadas en la historia y las costumbres, pero son criminales: vean el caso, por ejemplo, del linchamiento de mujeres en el régimen Talibán; vean lo que sucede en Irán, revisen si siendo una práctica cultural atávica, es admisible que aquí en Colombia algunas comunidades de arraigo cultural entreguen sus hijas menores de edad a cambio de tierras u ovejas, o practiquen todavía la mutilación genital femenina.
Ejemplos de prácticas culturales que son patrimonio, pero a la vez representan en cualquier noción contemporánea de mínimos valores un acto criminal, hay montón.
Así que no sigan echando cuento con que los toros no se pueden acabar ni se pueden tocar porque son patrimonio; ni lo sigan propagando con la misma desfachatez respecto de las peleas de gallos, las carretas en Cartagena o el sadismo de las corralejas.
¿Cómo se hace una paz total en un país en donde cosas como estas se defienden por los políticos que dicen querer hacer la paz? ¿Cómo un país que se tira a la cara el papelón de ser miembro de la OCDE, que afirma crecer en la educación, permite algo así? Irónicamente dirán los mismos congresistas que no dan para más, que si no se salva una vida humana en este río nacional de sangre, para qué perder tiempo en la ingenuidad de proteger animales.
Por ahora hundieron la ley, como lo hacen siempre que algo perjudica sus intereses o vanidades. Pero tengan en cuenta que funcionario, alcalde o politiquero que ponga un recurso público en alguna ciudad apoyando corridas de toros comete un delito (esto significa que no pueden prestar plazas ni espacios públicos, dar estímulos en dinero u otras cosas, en rigor ni siquiera pueden hacerse presentes en este tipo de espectáculos).
Se sabe también que a los funcionarios esto suele importarles un bledo, pero ahí queda la idea para denunciarlos si lo hacen.