Esta semana me encontré en un ejemplar de El Espectador de septiembre de 1934 un artículo en la sección de ciencias que entonces tenía ese diario. Su título: “Las ratas tienen lenguaje y una organización fascista”. En el texto se informaba a los lectores que un eminente biólogo francés, el profesor Tanon, director del laboratorio dedicado al exterminio de las ratas en París, acababa de publicar un estudio sobre la “organización social” de este roedor. Entonces las ratas habían conquistado con tanta eficiencia el subsuelo parisino que el Estado gastaba cerca de cincuenta millones de francos anuales en su exterminio, pero, sobre todo, el fascismo había conquistado tan profundamente el pensamiento europeo, que el estudio “biológico” concluía:
“[…] la rata es un animal muy inteligente, que vive agrupado en colonias bajo el comando de un jefe y subjefes. Hay en ellas una especie de fascismo que se muestra por una obediencia ciega hacia sus ‘superiores’. Cuando una víctima cae en una trampa, todas ellas trabajan por librar al caído y si no lo consiguen, la víctima sirve de ejemplo para que los miembros de la comunidad aprendan a no dejarse cazar.”
Este es un ejemplo, extremo, casi inverosímil, de lo que se llama “polarización”: una forma veloz del pensamiento, en la que la política se impone sobre las formas de razonar. Digo la política pensando en lo que el término implica alrededor de los forcejeos del poder. Hay polarización cuando las ideas se razonan únicamente a la luz de las formas de gobernar, desde el establecimiento o la oposición. Cuando los juicios se estiman solo desde su apego o distanciamiento con diversas ideologías, reinantes o marginales. Cuando se razona exclusivamente en función de los discursos reivindicativos de quienes han estado oprimidos y subordinados en la historia.
La polarización, por supuesto, es hija de la guerra. Conlleva un trauma. Siempre hay una lucha detrás de esta automatización del juicio y, entre más encarnado sea el conflicto, la polarización se hará más extensa, simplificando casi cualquier tema a los contornos estrechos de una única forma del pensamiento: la del poder con sus reclamos o sus pavoneos. Platón, en sus diálogos, hacía que el pobre Sócrates, tan sosegado, llegara a exasperarse al intentar sostener una conversación en los términos de la premura con que sus interlocutores procuraban, en vez de pensar, defenderse. “¡Por el perro!”, lo vemos maldecir desesperado, cuando intenta charlar con Polo, ese joven retórico, de veloz arrogancia.
Tendrá sus virtudes la polarización, como recuso bélico del habla, sin duda. Aunque sean triunfos de corto alcance, la polarización ha prestado sus servicios para convertir en groserías delictivas los gestos inconscientes con que participamos de una herencia bravucona y excluyente. Hoy cuesta caro hablar a la ligera cuando se alude a las poblaciones vulneradas por la patanería de nuestra historia y es sano que, al menos como un primer paso hacia un mundo más equitativo, se exprese de entrada la cautela por el matoneo de los más débiles. —Cuidadito.
Sin embargo esta tendencia del discurso tiene también sus peligros, el detestable, pero menos grave de ellos, diría yo, es la corrección política a la que obliga (refunfuñará aquí alguien señalando que la corrección es su forma de no estar, justamente, polarizados… y esa discusión aburre a morir).
En el fondo, el problema grave es que la polarización enceguece. Ofusca la razón e imposibilita el disenso. Impone la velocidad de una defensa o, peor aún, somete el pensamiento a la hegemonía irreflexiva de una ideología. Bajo ese peso quedan reducidas las maravillas y los desastres del mundo que nos rodea. Así se nos sesgan las posibilidades de conocer. Humanizarlo todo es la primera forma de polarizar la realidad, tan extensa y múltiple y tan autónoma, como para que solo exista a la luz de lo que conocemos como miembros de una especie poderosa.
En nuestro caso, las pobres ratas, tan inteligentes, quedaron obligadas a no ser más que un reflejo de las preocupaciones políticas contemporáneas, que entonces con Hitler en el poder, anunciaban ya los desastres que conocemos.
Uno no sabe si en la época alguien habría podido hacer expresamente el razonamiento contrario y señalar que los fascistas compartían más de lo pensado con las ratas. Es la idea que late en el fondo del texto, que dejaba en el aire su crítica zoológica a los peores extremos de la política. En todo caso, la organización inteligente de las ratas se quedó en el tintero y sabemos más, por lo que dice el artículo, de la organización social fascista y de su obediencia ciega a los superiores, que sobre la biología y el comportamiento de las ratas en sus colonias.
Merecían más, mucho más, las ratas. Y merece mucho más el mundo en el que se ejerce esa práctica civilizada del diálogo, el placer de intercambiar el pensamiento. La conversación, cuando se polariza, es como la comida cuando se está famélico: se traga con afán, no importa qué, sin contar con que la ansiedad no alimenta.