En octubre de 1492 los barcos eran de roble bravo o encina, cortados recién se caían sus hojas. Pegaban con clavos de bronce las tablas de cáñamo que estaban reforzadas por brea de grasa de Ballena. Eran estrechas, tenían 20 metros de ancho y treinta de largo. El mástil medía otros treinta metros y tenían unas velas de lienzo delgado tejido en Villa do Grande en Portugal. Eran cáscaras de nuez que flotaban en el mar embravecido que desde los griegos se habían imaginado estaba lleno de dragones y pulpos gigantes que destrozaban todo lo que tuviera vida.
El viaje duró casi tres meses y Colón tuvo que soportar no sólo el bajo ánimo de su tripulación sino una amenaza constante de motín. La ruta de las indias se convertía inmediatamente en una carrera de las indias. Al primer mes de viaje, entre las rendijas, se despertaba la Broma, un gusano que no se cansaba de comer madera. De cinco barcos que zarpaban de Sevilla en viajes largos, apenas llegaban dos. Los cascos se carcomían, se hundían. Nadie podía hacer nada. Había que correr para evitar hundirse con el barco. Por eso se llamaba La Carrera de las Indias.
La broma estaba lejos de ser el único problema en ese viaje infernal. Eran barcos de carga desprovistos de camarotes o lavabos. La única posibilidad para dormir era buscarse un rincón entre el hedor de los otros marineros que no dudaban un segundo en robarse las alforjas del compañero si este dormía a pierna suelta. Para ir al baño tocaba hacerlo ahí, en la cubierta del barco, sin mirar a los otros marineros que maldecían de asco o esperar la larga fila hasta la sentina siempre rebosante de moscas y mierda.
A los 30 días de estar flotando en el Atlántico las carnes, completamente saladas, daban una sed atroz. El agua estaba cubierta por una nata negra y espesa. Había que correrla un poco, taparse la nariz y beberla. En días normales cada hombre tenía derecho a media botella. En días de calma, cuando el sol del justicia rajaba las velas y provocaba ulceras dentro de la tripulación, la ración se limitaba a dos buches al día. Cuando había tempestades todos se apeñuzcaban en la bodega y allí, entre el hedor de las aguas negras y el que despedían los cuerpos, entre todos se contagiaban la peste.
En la mitad de la travesía el barco se dividía en dos: los sanos y los contagiados por tifus o escurbuto, una enfemerdad que daba de comer rata. Las encías se hinchaban, los dientes se deshacían y al final morías de hambre y fiebre. Ocho semanas después de zarpar ya no había bizcocho, una galleta dulzona que se llevaba por toneladas al lado de las vacas, los caballos, los perros de presa y los pollos que hacía rato se habían consumido. Lo que quedaba era el polvo del bizcocho que servía para alimentar al único plato que quedaba disponible a la tripulación: las ratas. No cualquiera tenía derecho a cazar las alimañas dentro del barco. Valía medio ducado la pieza. Quedaba terminantemente prohibido comerse el polvo agusanado del bizcocho. Al que encontraran masticándolo le cortaban las orejas, las manos, y lo colgaban durante dos semanas en el mástil hasta que se pudría ante los ojos de la tripulación.
Días antes de que Rodrigo de Triana divisara tierra, los hombres, agotados, querían matar al futuro Almirante Mayor de las Indias. El avistamiento calmó los ánimos. Lo primero que hicieron los hombres que llegaron en las tres calaveras fue pedir agua dulce y comida. Comieron y bebieron hasta hartarse. A los indios de estas tierras esas maneras bruscas, salvajes, les dio repulsión.
Solo después de saciarse a los españoles que llegaron acá les dio por preocuparse por el oro. Entonces el destino del mundo cambiaria para siempre.