Horas antes del estreno de la séptima entrega de Rápido y furioso en Bucaramanga, más de cien carros desfilaron en una caravana como homenaje al desaparecido Paul Walker. El rugido de los motores y el incesante ruido del reggaetón, desesperaron a los pocos bumangueses que aún no profesan la cultura traquetoide.
Ojalá este fenómeno se hubiera limitado a la otrora ciudad de los parques. En todas partes de Latinoamérica las filas delante de las salas de cine tomaban proporciones kilométricas. Tentado por los buenos comentarios y alentado por la dirección de James Wan, me tomé la molestia de verla.
En la primera media hora tuve la esperanza de que por primera vez terminaría una de las partes de la extensísima saga. El sonido y el contundente 3 D hipnotizan en el cuarto de hora inicial. Después de ese breve espacio de tiempo uno le empieza a molestar el hecho de que la película no tenga historia, que los personajes carezcan de algún tipo de humanidad y, sobre todo, que profese una fascismo tan evidente.
Chistes racistas, actitudes misóginas y el elogio al músculo y la brutalidad, empiezan a llenar de gozo los vacíos espíritus de los hinchas de Dominic Toretto. Es tan profunda la decadencia de occidente que un vómito repulsivo como Rápido y furioso 7 va camino a convertirse en la producción más taquillera en la historia del cine. Si los de ISIS la llegan a ver ya no tendrían ninguna duda de que merecemos ser exterminados no sólo por creer en un hombre crucificado, sino por rendirnos, sin ningún tipo de reparos, a la chabacanería y el mal gusto.
Si a finales de los setenta los críticos lamentaban la muerte del cine de autor y avecinaban el reinado del Blockbuster después del estreno de Tiburón, con las aventuras de Toretto no queda otra cosa que echarle tierra a esa fábrica de sueños que alguna vez fue Hollywood. El guionista de esta propaganda de más de dos horas, no se preocupa por seguir un lineamiento previamente trazado, sino que va llevando por Abu Dabi, Los Ángeles y Tokio, a este grupo de mastodontes sin cerebro. Por ahí uno, en medio del aburrimiento, puede vislumbrar que hay un tipo rudo que quiere vengar la paraplejia de su hermano y se va a tomar el trabajo de eliminar uno a uno a los miembros del equipo. De eso parece que se trata, pero en realidad lo único que importan son las coreografías con los autos, las balas que una metralleta escupe y los ruidos que generan las continuas explosiones.
El cine de acción, ese que tanto disfrutamos con Harry el sucio, Duro de matar o Arma mortal, cambiará después de este fenómeno de taquilla. De ahora en adelante por lo menos se ahorraran los 500 mil dólares que cobra en promedio un buen guionista en Hollywood. Preparación actoral tampoco van a necesitar. Después de la aparición en la pantalla de Vin Diesel hasta un simio podrá aspirar a un protagónico. A su lado Arnold Schwarzenegger es el mismísimo Al Pacino. Las malas actuaciones no terminan allí. El bueno de Kurt Russel es sólo una aparición fantasmal que nos hace añorar cuando Rescate en el barrio chino abarrotaba las salas del mundo. Paul Walker y su amigo Toretto disputarán, en cerrado duelo, el premio Razzie a la peor actuación del año. Será la primera vez que se otorgue este galardón de manera póstuma.
Pero lo peor de este bodrio inenarrable viene al final en el manipulador, inoportuno e incongruente homenaje a Walker. Allí las barreras del gusto se resquebrajan para siempre y uno se encuentra al lado de la silla con el fortachón saturado de anabólicos llorando a moco tendido por el amigo perdido. La exclamación “¡Que cintononón!” retumba en la sala.
Las luces se encienden y las criaturas salen por el pasillo. Entre ellos no se hablan, tienen los ojos hinchados y un nudo en la garganta. Yo tampoco puedo decir nada, la tristeza me embarga. El gran cine de acción ha muerto.