Hace 20 años un dolor en el costado de su cuerpo no lo dejaba dormir. Raphael, quien nunca había bebido, empezó a destapar las botellitas de whisky que llenaban los bares de los hoteles por las ciudades del mundo donde no paraba de llenar escenarios. En 1985, cuando las ventas de sus discos sólo se comparaban con las de Michael Jackson y de Queen, se le reportó una enfermedad que podría devorarlo a sus 42 años. Tenía Hepatitis B. Fueron años de un dolor lacerante, que cada vez se hacía más profundo. Raphael entró en negación. No le contó nada a la mujer con la que ha estado casado en los últimos cincuenta años, Natalia Figueroa. Aguantó con estoicismo irracional durante dieciocho años hasta que el hígado prácticamente explotó durante la grabación de un especial de navidad que hacía para la Televisión Española. Se aguantó todo el dolor hasta que las luces se apagaron y él se desmayó. Se despertó en un hospital de Valencia. Le confirmaron lo peor: la cirrosis avanzada lo obligaba a hacerse un trasplante de hígado que se realizaría en abril del 2003. Las esperanzas de sobrevivir eran mínimas, las de cantar ninguna. Raphael no se deprimió, volvió a entrar en negación y le funcionó.
Bogotá, junio del 2018. Después de una década el Monstruo de la canción regresaba a Colombia. Había sacado su disco número 40, Loco por cantar. Las filas en el Chamorro Citiy Hall son larguísimas. El cuadro que se repite mas es el del hijo que va con su mamá. Yo era uno de ellos. Mi mamá vive en Cúcuta y como tanta otra gente de provincia ha venido a la capital a ver el regreso de Raphael. En la fila las señoras empiezan a compartir recuerdos y emociones. Todos tienen algo que agradecerle al divo de Linares. Los primeros amores, los primeros despechos. Mi mamá les da clase de Raphaeología: les cuenta sus primeros logros a los nueve años, cuando fue coronado como la mejor voz infantil de Europa en el festival de Salzburgo, a los 16 años se volvió un ídolo mundial con su primer disco, Te voy a contar mi vida. Hasta 1980 había vendido 50 millones de discos. Mi mamá es abandonada por sus amigas circunstanciales y me sigue contando lo emocionada que está. Yo le digo que se prepare porque el recital podría ser un fiasco. A los 75 años sólo muy pocos, como Mick Jagger, podrían conservar la vitalidad y la voz. Raphael, con sus problemas hepáticos, era bastante probable que diera buena parte de su recital sentado, con una voz lánguida, un concierto de una hora que evocaría la nostalgia.
Nos sentamos muy cerca del escenario. Yo estaba preparado para aburrirme. Había tomado asistir al concierto como mi buena acción del día, una forma de pagarle a mi mamá todo los sufrimientos que le he propinado. Cuando, a las ocho en punto, empezó a sonar la banda, supe que la iba a pasar bien. Raphael salió completamente vestido de negro, como lo ha hecho en buena parte de sus sesenta años de carrera. Empezó con tres canciones de su nuevo disco, Loco por cantar. Nadie se las sabía, tan sólo estaban hipnotizados, como yo. Nunca había visto un viejito de 75 años –bueno, Jagger sí, pero él no es un ser humano- tan erguido, tan imperial, tan sexy. La voz era el mismo torrente que impresionó a los gringos en el Ed Sullivan show, el programa más popular de los Estados Unidos en la década del sesenta. Cuando terminó su sesión con los nuevos temas Raphael se quitó la chaqueta de cuero negra y, mirando a público, con su coqueteo eterno, los volvió a seducir “Yo sé a qué han venido” y empezaron dos horas que el público, incluido este joven de 40 años, disfrutó al máximo. Volví a ser el niño que escuchaba a lo lejos sus canciones en el radio viejo de mi mamá. Una señora de ochenta años estuvo quieta en su silla hasta que cantó Yo soy aquel y decidió levantarse y cerrando el puño, y los ojos, la entonó como quien declama un himno.
Fueron casi dos horas y media de concierto, treinta y dos canciones. La gente no se quería ir. Raphael tampoco. Sigue loco por cantar, lo podría hacer toda la noche. Lo sigue disfrutando y lo hará hasta que muera, un acontecimiento que al parecer no ocurrirá nunca.