El compositor Rafael Manjarrez es un innato hacedor de historias. Su valor como narrador está en descubrir en la realidad las vertientes de la tragedia. ¿Cómo lo hace? ¿Qué motiva su sentido narrativo? ¿Cómo construye sus obras? Son las intenciones primarias de esta aproximación crítica al talento de un compositor cuyos fraseos tocan heridas profundas como pálpitos sentimentales de un dolor que no cesa.
La existencia del relato supone haber descifrado los códigos y parámetros de la tragedia, entendida como un género que aflora ante la complejidad del sentimiento humano y sus continuos azares. Si bien la tragedia es inherente a la realidad, por sí sola es insuficiente para un narrador como Rafael Manjarrez. Su oficio no está en vivir esa realidad sino imaginarla, hacerla perdurable como estampa musical imperecedera.
El drama planteado o compuesto tiene en quien lo escucha la posibilidad de generar un apego; un vínculo (incluso de rechazo) que va más allá de la melodía, del aire o sentir musical que acrecienta esos apegos. Es necesario hacer más, empeñarse. Las palabras del maestro Héctor Rojas Herazo con respecto a la tragedia son precisas. Se trata de mirar lo esencial y ofrecer: “Un tratado del alma”. Eso: un tratado del alma es lo que ofrenda Rafael Manjarrez en sus más geniales composiciones.
Componer es un verbo complejo. Arreglar, le sigue o iguala en disputa. Ambos verbos implican ir dando forma a algo. Implican un ejercicio de decisiones. Dejar por fuera un término para dejar el verso a su medida; un oficio ancestral de hallar acentos, poner palabras en balanza para alcanzar la rima inteligente que abone a su sentido narrativo: Un verso bien sutil y dirigido, delicado y sensitivo quisiera componer yo… Enuncia Rafael Manjarrez en su composición Señora.
Componer implica probar, experimentar la eufonía; quedar satisfecha con ella. Componer implica disponer cada escena; abocetar los episodios del drama. Componer implica detallar, adornar con medidas intenciones para que otro aprecie. Esa audiencia amorfa que admira en silencio, en consenso contemplativo, aquello creado. Componer implica un equilibrio entre la realidad vivida (sufrida) y el acto que impone la autoridad creativa.
“Establecer —precisa Rafael Manjarrez— unas condiciones de tiempo, modo y lugar a la acción de componer resulta difícil porque no tengo un procedimiento definido. Hay una generalidad en la forma en que concibo un tema, pero el tiempo en que se madura la obra es difícil de precisar. La mayoría de mis obras están basadas en acontecimientos vividos. Reitero, desde el momento en que lo vivo y el momento en que hago la obra, a veces pasa media hora; a veces son cinco años. Por ejemplo, cuando compuse Ausencia sentimental (Ya comienza el festival vinieron a invitarme, canta), fue una situación que viví en Bogotá, llevaba tres meses esperando que abrieran la Universidad Nacional, no tuve un solo día de clases. Mi papá entonces me conminó a que regresara, después de eso me fui para Barranquilla y a los dos años de estar allí, es cuando narro esa ausencia sentimental que viví en Bogotá. Sucede que cuando uno compone, influyen muchos factores, el estado anímico, las condiciones del entorno. Otras veces, uno arranca la obra con un estado anímico, luego recibe una noticia; ocurre un hecho que lo afecta emocionalmente, entonces será distinta la propuesta emotiva que uno le surte al verso”.
Las emociones alimentan el verso. El tránsito entre emoción y palabra. Entre verso, nota y acorde. Entre canto y armonía. Componer también es un impulso incontenible. El brote epifánico que invita a hacer obra. En Rafael Manjarrez la manifestación creativa se precisa aquí: Yo quise callar unos versos, / benditos versos. / Y al final no pude resistir. / Es la traducción de la pugna entre lo que se siente, se racionaliza y el animus versificador.
Rafael Manjarrez traza su relato como el escritor que precisa la anécdota, el esbozo narrativo, la tragedia, luego la melodía como acabado final: Y un día que encontró este canto/ escrito en carbón. /Allá en su región/ dijo mi guitarra. Cuenta en Benditos versos. Sigue otra fase en su proceso creativo. El verso necesita el canto y el canto, la guitarra. Un instrumento que en la Jagua del Pilar, al decir de Rafael Manjarrez, hacía parte (aún) de la esencia familiar, de la cultura musical. Un instrumento que ha sido siempre necesidad y compañía.
“Fíjate en algo David —dice Rafael Manjarrez— la guitarra tiene una particularidad y es que es un instrumento popular, una guitarra tú la consigues bien barata en cualquier parte, nueva o de segunda, en cambio un acordeón tiene un costo muy superior, incluso las más sencillas, por esa razón en los pueblos donde yo nací y en sus alrededores, como en El Tablazo, (tierra de Hernando Marín), en El Plan (tierra de Toño Salas y Emiliano Zuleta) en cualquier casa había una guitarra y se tocaba siempre. En mi caso, tengo que decirlo, no me considero un intérprete de guitarra. Utilizando un lenguaje coloquial, yo “la cancaneo”. Lo que hago con la guitarra es armonizar las obras para entregarlas a los intérpretes. Debo decir que uno se enamora de la guitarra, porque ella pareciera estar dispuesta a aliarse con el estado anímico que uno tiene. Cuando uno está triste, pareciera que ella lo estuviera, y cuando uno está alegre, percibe uno lo mismo. A mí la guitarra me inspira cierta nostalgia, cierto sentimiento trascendental y por eso procuro tenerla conmigo. Tengo tres sitios que son de mi concurrencia habitual. Santa Marta, mi sitio de trabajo como notario. El otro lugar es Riohacha, donde está mi casa familiar, y La Jagua del Pilar, donde nací, la casa de mis padres, y en todos esos lugares tengo una guitarra cerca, por si surge cualquier conato de inspiración”.
El relato de Rafael Manjarrez revela una coincidencia histórica. La guitarra es hija de la antigua lira griega, la misma que los poetas usaban para cantar y contar los aconteceres de la polis. Los anuncios de otros pueblos, las hazañas de dioses, semidioses y villanos. La lira era parte del sentir popular griego, era tocada por virtuosos como por aficionados que solo querían acompañar sus versos en la intimidad de la familia. Estos referentes que afloran desde la lejanía geográfica y temporal, hacían parte de los procesos creativos y el sentir de los compositores de la época, tanto de los poetas griegos como de todos aquellos que existen hoy en esa extensa región geográfica que alza vuelo en la Sierra Nevada, llega hasta el Valle de Upar, y sigue airosa hasta la Serranía del Perijá, una región cuya fortaleza cultural es más potente que cualquier división político-administrativa o económica.
Hay que proclamarlo: la guitarra es la lira de la región, en la lira de Rafael Manjarrez. Las seis cuerdas con las que detalla el verso, el acabado melódico de su obra.
“Tengo que agregar algo muy importante —complementa Rafael Manjarrez— tuve un abuelo que tocaba guitarra clásica, también los boleros de la época, era un gran poeta. Se llamaba Cristóbal Mendoza Plata era un estudioso, poeta leído. También tenía varias tías que tocaban guitarra. En esa época, cuando yo era un niño, la música de acordeón no tenía el auge de ahora, en mi casa no sonaba el acordeón. Además era una música que era vista con desdén, pero ya comenzaba a mostrarse. Estaban los Zuleta en El Plan, también Toño Salas; los hermanos López en La Paz, que ya habían grabado, entonces yo cantaba esas canciones vallenatas. Mi tía Isabel y mi prima Cecilia Inés Guerra, se ponían a cantar con sus guitarras aquellos boleros románticos con un rasgueo que es el que usamos también en el vallenato. Mis tías entonces decían: ‘Vamos a darle un chance a Rafa para que toque el chiquichá ese que él canta’, entonces me cantaba un vallenato de los que estaban sonando en la radio, que eran los de Escalona (canta): No te extrañen que yo me haya desterrado, y no camine por el barrio Loperena, te juro… que vivo como el pirata, rondando… la muralla ‘e Cartagena. También cantaba las del maestro Emiliano. Mi abuelo Cristóbal reconocía el ímpetu poético de la familia, porque fueron saliendo otros poetas, por ejemplo de la casa de mi tío Gonzalo Calderón, salió Roberto Calderón, que es mi primo. Hacíamos, con alguna frecuencia, encuentros familiares con guitarra, luego comenzamos a llevar el acordeón y así se fue gestando toda esa creación, de la que podemos dar cuenta ahora”.
Del poeta Cristóbal Mendoza Plata, da cuenta el estudioso de la literatura de La Guajira, Víctor Bravo, quien establece que es el único poeta guajiro que hace parte de la colección del Instituto Caro y Cuervo con su poemario Sol y sobra. En el prólogo de esa edición, escrito por la poeta Meira del Mar, ella resalta la sensibilidad y sentido plástico en el soneto titulado El turpial y la capacidad que tenía Cristóbal Mendoza Plata para descubrir la hermosura en catorce versos musicales. Víctor Bravo también se afana en elogios. Señala el conocimiento sobre su lar nativo, y la manera como enjoya el entorno de su ambiente. Al referirse a la manera como dispone cada adjetivo en su obra, Víctor Bravo escribe: “Como en toda su poesía, está implícita la simbología de Cristóbal Mendoza Plaza, poeta: luz y sombra, elementos de su entorno que nutrieron su contemplativa admiración por la naturaleza y su fecundo amor por el pueblo que lo vio nacer”.
Los comentarios del escritor Víctor Bravo sobre Cristóbal Mendoza Plata podrían volcarse sobre la obra de Rafael Manjarrez, cuya conexión con su abuelo es palmaria, a excepción de las reflexiones que el autor de Ausencia sentimental hace en torno a su relación con la ciudad y su condición de provinciano.
“Es que ahí sucede algo —dice Rafael Manjarrez— soy pueblerino por antonomasia, siento que esa es mi condición auténtica. Me fui a la ciudad a estudiar, así que me tocó ese cambio cultural. Creo que recibí de mi madre, Sabina Mendoza y de mi padre Manuel Manjarrez la mejor formación en casa para no cambiar ni dudar de mis principios. A muchos pelaos de mi edad se los tragó el ambiente de la ciudad. Siempre hice una especie de equilibrio, como si yo estuviera en un pugilato, por un lado, la provincia y por el otro, la ciudad. Permitía que la ciudad le diera un puñito al pueblo, luego el pueblo de daba un puñito a la ciudad. Es decir, que mi condición momentánea como citadino le sirviera de algo a mi pueblo cuando retornara y viceversa. Eso me permitió hacer transformación de los entornos, por ejemplo, el tema del saludo. En la ciudad el saludo es una liberalidad de cada quien y mucha gente no saluda, considero que es, desde mi punto de vista, una práctica negativa. Me parece que lo mínimo que puede hacer un ser humano cuando se encuentra con otro ser humano es saludarlo, por esa razón, siento que el pueblerino goza de más cercanía, en esa situación, el pueblerino es más educado, porque asume una conducta más afín con su naturaleza gregaria. Eso yo lo imponía en la ciudad, saludaba a todo el mundo, a veces ni me contestaban pero lo he seguido haciendo. Me siento bien cumpliendo con ese cometido”.
Ese pueblerino por antonomasia está en obras como Aquel amor: Llegó el muchacho aquel de nuevo al pueblo / verdad que la novia fue lo primero/ La citó y siguió bebiendo pa’ esperarla ahora. O en versos en que la ausencia hace brotar el dolor de tierra: El que nunca ha estado ausente no ha sufrido guayabo/ hay cosas que hasta que no se viven no se saben.
La obra en la que el sentido provincial emerge fortificada es Desenlace. El entramado en el que reposa la contundencia de la tragedia. Prevalece el sentido narrativo antes que la explicación, no hay momentos para el discernimiento ni el discurso, porque el fin es disponer cada hebra de la tragedia con las que insinúa los personajes en medio de un esplendor paisajístico: Bien cerca de la Nevada/ en predios de La Guajira/ una preciosa nativa/ de esa próspera región/ sus amores entregó/ a un estudiante guajiro/ que hasta la ciudad se vino/ en busca de educación/ y una carrera inició/ que era su mayor delirio//
La atmósfera perfecta plantea desde un comienzo la presencia de la fatalidad. Aquí cierta experiencia vivida se torna en ficción. El sino trágico revela otro de los matices creativos de Rafael Manjarrez, traer a sus obras elementos imaginarios para que la obra se estructure en unidad y fortaleza estética.
“Aquí tengo que ser honesto —confiesa Rafael Manjarrez— eso lo hago, digamos con el piloto automático. Mira, yo agarré la guitara y comencé a relatar un episodio que tenía como inicio el pacto de la pareja. Como era una tragedia letal, ahí le hago un tránsito a la ficción y termino con ese verso: Allí con él se suicida, diciéndole estas palabras: si aquí burlaste mi vida, de pronto en el cielo me amas. El tema Desenlace es de una narrativa amena, porque de donde estoy sacando todo es de mi imaginación y la imaginación es coherente. Es decir, el autor le pone a cada actor un carácter que se asemeja a la vida real. Entonces, ahí me pongo como un enamorado infiel, mujeriego; la novia como abnegada muchachita de su casa, entregada a un refugio amoroso, después está el jolgorio del pueblo; después el nivel de sentimiento de la muchacha que llega hasta la irracionalidad, la ceguera de la pasión. Entra en una práctica violenta y decide dispararle a su novio y luego suicidarse. Cada personaje está marcado por una línea de argumentación que es coherente con todo el relato y logró conectarse con el público de forma masiva”.
Hay en esa confesión de Rafael Manjarrez un postulado sobre el arte y el oficio. En el medio de toda esa construcción hay un hombre cargado de ingenio. Un compositor, un escritor que arma su escenario y los actores sin caer en lo artificioso, en los excesos, en la falta de naturalidad. Para el caso de Desenlace la escena final es posible porque la herida que genera la ruptura del pacto merece un final que reivindique el amor burlado, así se traté de un pasaje de ficción.
Para Rafael Manjarrez, en el sentido más amplio y general, ningún narrador por mucha destreza que tenga puede dar cuenta de manera fidedigna de un acontecimiento, porque, asegura que el acontecimiento real, extenso, deja al autor sin el argumento de la gracia, la tensión, la curiosidad.
“Ahora… —comenta Rafael Manjarrez— habría que preguntar qué entendemos por ficción. Fijate en algo, cuando me siento a hacer una obra en la que narro un acontecimiento que se parece a todo lo que hacemos, ahí no hay tanta ficción. Si yo canto por ejemplo (improvisa): “Entonces entró el borracho y le dijo a la novia, que estaba bonita, / y entonces entró el amigo y le dijo al borracho que se comportara”, Eso que estoy inventando no ha ocurrido, pero todo se parece a lo que hacen algunos borrachos, y se parece a lo que hacen los amigos con un amigo borracho que es impertinente y le echa un piropo a la novia ajena. De una u otra manera, habrá una conexión con la realidad, con la narración y eso es lo que hago con mis composiciones. Así que agregar un toque de ficción solo mejora la historia. Creo que los grandes juglares, nuestros maestros la han usado, porque no se cuenta el hecho fiel como ocurrió, solo se recrea. Considero que la ficción está presente en todas las obras de cualquier autor en menor o mayor porcentaje”.
La última fase que asume Rafael Manjarrez en el recorrido creativo de la obra es la relación con el intérprete. Sus temas han estado en las voces de consagrados cantantes como Diomedes Díaz, Rafael Orozco, Jorge Oñate, Silvio Brito, Beto Zabaleta, entre otros.
Para Rafael Manjarrez desprenderse de una obra es la ofrenda que se entrega para su consagración.
“En esa relación autor-intérprete —explica Rafael Manjarrez— a veces hay un divorcio conceptual, musicalmente hablando. Está la diferencia estructural de estilos, en ocasiones se tiene la fortuna de que eso coincida, es decir, que la forma como yo propongo la melodía tenga alguna afinidad y coherencia con la que planea el intérprete que la graba. Tengo que reconocer con toda honestidad, hay arreglos que los intérpretes le adicional a la obra que la enriquecen. Ahí soy franco en decirlo, hay arreglos que coadyuvan al éxito de la obra. Igualmente sucede con el tema de la letra, en ocasiones hay intérpretes que no entienden la letra, y lo más fácil para ellos es echarle una motilada. La relación con el intérprete es un gesto de respeto por el trabajo de componer y respeto máximo por la obra.
Una vez, y voy a decir el nombre porque lo hago como un homenaje, nos dijeron que Jorge Oñate, que es un insustituible, iba a concurrir para recibir unas obras. Estaban varios de mis colegas, la información que teníamos era que el mismo Jorge Oñate estaría con nosotros. Resulta que no llegó, sino que delegó a su representante, que era en aquel entonces Enrique Ramírez. Entonces yo le dije en su momento: ‘Ombe, yo no voy a entregarle obras a usted, porque yo no vengo aquí a dejarte una libra de cebolla, ni un kilo de yuca, ni nada de eso, yo vengo es a entregar una plétora de sentimientos.
A mí me parece que lo mínimo que debe hacer un cantante, para honrar la obra, es venir a escuchar los temas. Precisamente fue lo que pasó cuando yo me encontré con Beto Zabaleta. Cuando comenzamos a trabajar hacemos una simbiosis, porque somos dos militantes de un mismo propósito. Me hace acotaciones que permiten que yo genere un cambio, que hacen a la obra más afín con él, con el estilo de interpretación y canto. Hago sugerencias melódicas en la tonalidad y eso suma. Tenemos, por supuesto, una suma de éxitos extraordinaria. Él aporta su solvencia de voz, su talento, su ingenio, y yo aporto mi riqueza poética y mi propuesta melódica”.
Es claro que la obra de Rafael Manjarrez carga por igual tanto el sentido espontáneo como la hiperescritura de sus versos. Al revisar la estructura de sus temas, notamos como las dos primeras estrofas son guiadas por una simetría que plantean la contundencia temática y musical para luego hacer vuelos hacia unas versificaciones de múltiples acabados. Se aparta entonces de los versos alejandrinos o de consonancias elementales. Su genio está en adaptar la longitud del verso al espacio melódico que le viene como epifanía. Extiende así su versificación, explora pares, tercios, sextas, quintas y octavas, hasta llegar al moderno verso libre que le permite hallar matices melódicos que acentúan el drama y la tragedia. En su obra cumple con el pedido del poeta Héctor Rojas Herazo, entregar en su obra un tratado del alma o una plétora de sentimientos como define su trabajo el mismo Rafael Manjarrez.
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