Era como un muchacho que no acababa de crecer este Rafael Alberti.
A lo mejor en esa intensidad de vida que fue la suya, ni cuenta se daba del paso de los años que sumados estaban ya por llegar a los veinte lustros; a los cien años.
A la centuria.
Y si uno de estos días no amanece impaciente, vivo hubiese pasado con nosotros al segundo milenio.
Que era a lo que aspiraba ese andaluz nacido “en una inesperada noche de tormenta”, en el puerto de Santa María, desembocadura del río del Olvido.
Primero quiso ser pintor y no pocos desvelos tuvo por alcanzar la gloria de los lienzos, la paternidad del paisaje, la precisión cromática de los pinceles, el aire de los atardeceres de su Andalucía.
Lo suyo era, desde siempre y por siempre, la poesía: quizá porque en ella le cabía el mar, el trueno y sus rugidos; su eterno devenir, la luz de sus espumas, el viento y su sal.
Y no fue pintor. Ni Ignacio Sánchez Mejía, a pesar de que alcanzó a debutar de naranja y negro, en Pontevedra, pudo embocarlo por los capotes, la muleta y las espadas.
Paradójicamente fue Sánchez Mejía, ese al que un aire de roma andaluza / le doraba la cabeza, el que terminó, influenciado por Alberti y Federico García Lorca, de autor dramático y de animador y empresario de una compañía de bailes españoles.
Rafael Alberti con Federico García Lorca y María Teresa León en la terraza de un bar
Entre tanto, nuestro muchacho andaluz, nieto de grandes burgueses, por cuya sangre corría en torrentes el vino y el mar, se daba en alcanzar la gloria a punta de versos y en la buena compañía de esa que más tarde la historia daría en registrar como Generación del 27.
Quizá la más homogénea manifestación de las letras en España en el siglo veinte, en cuyo seno se agitaron las ideas que después irían a tener su bautizo de fuego en la Guerra Civil, que a unos desterró y a otros enterró.
Alberti, entre los primeros, García Lorca, entre los últimos; vale decir, entre los que partieron al exilio y los que murieron fusilados por Franco.
Y en la cual abrevaron otros que la alimentaron y avivaron con su presencia, sus ideas, su arte y su compromiso revolucionario, tanto en lo artístico como en lo filosófico, humanístico y político, desde los tiempos germinales de la Residencia de Estudiantes, en la cual García Lorca, en 1928, era considerado ya el “poeta oficial de la Residencia”.
Con decir que junto a Rafael Alberti, quien nunca vivió en ella, en la Residencia de Estudiantes, profesaron fe en uno y otro altar, además de Federico García Lorca, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, José Bergamín y Juan Chabáz, a quienes los diarios madrileños de la época no dudaron en llamar la brillante pléyade.
Es así, entonces, que junto a los literatos madrileños de vanguardia, hay que registrar la fraternal presencia en la Generación del 27, de Salvador Dalí, Luis Buñuel, Antonio Machado, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Pedro Salinas, y ese animador y entusiasta promotor de Alberti, Juan Ramón Jiménez, el lírico inmortal de Platero y yo.
De todos, fue Rafael Alberti, aquel muchacho que no cansaba de crecer, el último de una generación que resistió hasta el desafío al sonoro canto de la muerte, quizá por estar entretenido jugando con el mar, con la mar:
El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón
Se lo quisiera llevar.
Padre, ¿por qué me trajiste
acá?
Poeta
@CristoGarciaTap