Cuando conoció a Montserrat Seara, su esposa, la llevó a una pizzería de Madrid, desplegó una servilleta y le explicó, durante cuatro horas seguidas, los secretos del 4-4-2. Rafael le contó esa noche que tenía problemas para abrirse a la gente, que por él viviría encerrado viendo partidos viejos, entendiendo como el fútbol fue evolucionando de Helenio Herrera a Joseph Guardiola. Montserrat entendió porque ese muchacho que había jugado fútbol profesional hasta que apareció esa lesión en la rodilla y se retiró cuando apenas tenía 23 años, tenía problemas para relacionarse. Pocas mujeres habrían soportado el monólogo del que entonces era uno de los ayudantes técnicos del Real Madrid.
Su obsesión por llegar a ser el mejor entrenador del mundo le ha dado no sólo problemas familiares. En el Chelsea, Inter de Milán, Nápoles e incluso el Liverpool, club al que le dio dos títulos de Europa, Rafa Benítez dejó un reguero de enemigos. Cuando conoció a la mamá de Steven Gerrard , capitán y emblema de los Reds, Benítez le preguntó, a secas, si a su hijo le gustaba el dinero. “Yo no trabajo con jugadores que no crean que el dinero es lo más importante. De todos los entrenadores que pasaron por Anfield, es el único al que Steven no llamaría a saludar”. El volante Xabi Alonso se ausentó de un partido intrascendente por el nacimiento de un hijo. La venganza de Benítez ante tal atrevimiento fue quitarle el saludo y borrarlo del plantel titular. En su fugaz paso por el Chelsea no tuvo reparos en meterse con John Terry y Frank Lampard, íconos del equipo londinense. Al mediocampista, acostumbrado a la calidez de Mourinho, le chocaba el trato distante y frío, casi militar que imprimía el español. Lo de Terry fue mucho más grave. Benítez se encaprichó con que el defensa era muy viejo para jugar y lo sentó en partidos claves. El resultado no tardó en verse: el Chelsea perdería el mundial de clubes a manos del Corinthians. En el Inter casi se va a los golpes con Materazzi y en Nápoles se empeñó en sentar a Higuaín.
Cuando anunciaron su contratación como entrenador del Real Madrid, la Casa Blanca tembló. En la gira por Estados Unidos empezaron a llegar los problemas. Fiel a su estilo empezó a meterse con el emblema del equipo: Cristiano Ronaldo. Cuando en una rueda de prensa le preguntaron por el portugués Benítez contestó a regañadientes: “Es uno de los mejores del mundo”. CR 7, acostumbrado a ser mimado por sus entrenadores, no le gustó el comentario. En las prácticas Rafa amonestaba a Ronaldo y le exigía cada vez más. Cristiano le contestaba con groserías. La relación entre los dos ya es inexistente: ni siquiera se hablan.
Con James los problemas empezaron cuando el 10 se lesionó en el partido contra Perú. Celoso de volver a prestar al crack, Benítez castigó al colombiano sentándolo más tiempo de lo debido. Según James él estaba listo para regresar hacía dos fechas pero el técnico no lo tuvo en cuenta. El gol que convirtió ante el Sevilla parece corroborar que las condiciones de James están intactas a pesar de lo que diga su técnico.
Los rumores que flotan como fantasmas por la Casa Blanca es que los jugadores han perdido la alegría en la cancha. Las órdenes de Benítez son tan enrevesadas que ninguno de ellos logra entender tantas flechas, tantos números, tanta táctica. Con James, Ronaldo y Tony Kroos añorando los años felices con Ancelotti, el vestuario del Real Madrid para Rafa Benítez es un infierno.
La única que parece soportarlo es Seará. A ella no le importa que su esposo se acueste recitando de memoria probables alineaciones ni que en el equipo de fútbol donde juega Claudia, su hija mayor, se levante del asiento como un poseso a manotear órdenes al lado de la línea como si se tratase de la final de la Champions. Rafa Benítez es una víctima del demonio que lo posee. En su pecho no palpita un corazón, en su pecho rebota un balón duro como una piedra.