Para alguien ajeno a las comunidades indígenas, los elementos que identifican a los líderes de estas colectividades no tienen un significado determinado. El desconocimiento de sus tradiciones y símbolos le impide dimensionar el rol que desempeñan estas figuras en sus respectivos núcleos de convivencia, lo que, junto con el condicionamiento del entorno, puede favorecer prácticas que atenten en contra del ejercicio de sus funciones o de la integridad de cualquiera de los integrantes su comunidad.
En este caso, el condicionamiento del que se padece hace referencia a la manera en que se restringe y gestiona la información para confrontar dos bandos de ciudadanos artificialmente opuestos.
Sin embargo, las formas en que se desarrolla este condicionamiento varían desde la sobreexposición de las audiencias ciudadanas al monopolio de los medios tradicionales y sus contenidos impuestos, hasta el despliegue del aparato represor de la policía y el ejército en las calles de las principales ciudades del país.
Si bien la ruptura del contrato social sobre el que se constituye nuestra idea de nación remite entre otras cosas a la incapacidad del gobierno para ejercer soberanía en la totalidad del territorio. Este accionar limitado del que se favorece la ilegalidad para imponer su autoridad en áreas donde no existe presencia gubernamental, no es el único motivo por el cual el significado que se le atribuye a las instituciones en Colombia se ha transformado de manera paulatina en un sentimiento de rechazo generalizado a las hegemonías que se fortalece en el imaginario de cada vez más ciudadanos.
A la incapacidad operativa y de soberanía de quienes nos gobiernan habría que sumarle, además, el mal actuar de quienes cumplen la función de proteger sus intereses cuando el brazo mediático de los canales informativos no causa los efectos que se esperan en las calles.
El diseño de protocolos para la protección de los derechos humanos se queda en el papel cuando un funcionario del establecimiento ignorante de las garantías que promulga la declaratoria y mediatizado desde lo político decide utilizar su fuerza de manera desproporcionada, detener de forma arbitraria o abusar sin ninguna vergüenza de la ciudadanía en general.
En este sentido, el valor que se asigna a la institucionalidad representada en el funcionario no debería ir más allá del valor con que esta persona asume el ejercicio de su función, pues si para efectos prácticos y como lo recuerda Parménides “el ser es o no lo es”; un policía debería considerarse policía mientras lo sea, es decir mientras actúe como tal.
De lo contrario, sus prácticas inadecuadas le impedirán ejercer autoridad, pero seguirán ligándolo a la institución que representa y a la que deslegitima a pesar del esfuerzo discursivo por individualizar responsabilidades.
La aplicación de la fórmula para juzgar el ejercicio de las demás instituciones y funcionarios que las constituyen permite cuestionar medios de comunicación, universidades, religiones o cualquier otro sector que se considere oportuno.
Sin embargo, en su calidad de ciudadano, el funcionario de estas organizaciones también está llamado a cuestionar las políticas que direccionan su labor misional, por lo cual, se esperaría que desde la condición humana y ciudadana que comparte cada una de estas personas, surgiera la necesidad de controvertir las órdenes que se le asignan si a su juicio se aparta de los valores y del ejercicio ético de su profesión.
Cualquiera que sea el uniforme o elemento distintivo que se porte, cada ciudadano debería dar prioridad a su actuar ético por encima de la orden institucional, de esta manera, se desconocerían las instituciones que no actúan bajo los valores de su función, pero se contribuiría a la recuperación de la confianza de la ciudadanía en las que sí lo hacen.
En otras palabras, la confrontación no es con el otro. Es interna e involucra los roles de funcionario vs. ciudadano de cada uno de nosotros. Anarquía para salvar las instituciones.